El Alquimista Quebrado: Un Destino Robado en el Valle de la Desesperación
La vida del Alquimista de Acero, Edward Elric, nunca había sido sencilla. Entre la búsqueda de la Piedra Filosofal y los peligros inherentes a su oficio, siempre había un nuevo desafío. Sin embargo, lo que estaba a punto de suceder era una crueldad que ni siquiera la Alquimia parecía haber inventado antes.
En el ruidoso y vibrante Rush Valley, Paninya, la joven ladrona de automail, con un corazón resiliente y una vida marcada por sus propias prótesis, había encontrado una nueva y emocionante búsqueda. Se había topado con Winry Rockbell, la talentosa mecánica de automail de los hermanos Elric. "He oído rumores," dijo Winry, con sus ojos brillando con una mezcla de aventura y esperanza, "de una herramienta antigua, una pieza de tecnología que podría hacer una revolución en la creación y reparación de automail. Es una leyenda en el submundo. ¿Me ayudarías a encontrarla, Paninya ? Tu experiencia sería invaluable y me ayudarías como guía." Paninya, siempre dispuesta a un desafío y con la curiosidad de una ingeniera, aceptó, esperando encontrar algo que pudiera, quizás, incluso ayudar a su casi padre adoptivo en su propia situación.
Su búsqueda las llevó a los límites de Rush Valley, a una cueva apartada y olvidada, oculta tras una cascada que susurraba secretos. Dentro, el aire era pesado con el aroma de la humedad y el metal viejo. Descubrieron un laboratorio subterráneo que parecía haber sido abandonado hace siglos, un lugar donde la alquimia y la ingeniería se habían fusionado en experimentos olvidados.
Mientras Winry, con sus ojos de experta, se concentraba en examinar el aparato principal, susurrando análisis y teorías sobre la herramienta buscada, Paninya, con su naturaleza curiosa e impaciente, se puso a curiosear por la periferia del laboratorio. Entre los restos de lo que parecían ser viejas máquinas de prueba, sus ojos se posaron en un artefacto pequeño, oculto en una rendija, que brillaba con una luz tenue y pulsante. Con la inocencia de quien desconoce los peligros de la alquimia prohibida, Paninya se acercó con fascinación, su mano de automail se extendió lentamente, impulsada por una curiosidad irresistible, queriendo tocarlo.
A muchos kilómetros de allí, en un laboratorio subterráneo casi idéntico, oculto bajo las ruinas de una ciudad abandonada, Edward y Alphonse Elric realizaban su propia investigación. Un susurro en los archivos militares los había llevado a este lugar, buscando pistas sobre la Piedra Filosofal. Ed, con su agudeza visual, divisó un aparato que brillaba con una luz idéntica, el mismo artefacto que Paninya estaba a punto de tocar. Por pura coincidencia, en ese preciso instante, ambos, Edward y Paninya, extendieron sus manos y tocaron el misterioso dispositivo al mismo tiempo.
En un segundo, la visión de Ed y de Paninya se nublaron, una descarga de energía recorriendo sus cuerpos. Cuando volvieron a abrir los ojos, el mundo parecía haberse invertido. Ed escuchó la familiar voz de Winry: "¿Paninya? ¿Estás bien?". Ed estaba confundido. ¿Por qué estaba Winry frente a él? Miró sus manos, eran las de una chica, delgadas y ágiles. Sintió una extraña ligereza en su cuerpo. Y el automail, el que siempre había estado en su brazo derecho ya no estaba y en que siempre había estado en su pierna izquierda, ¡ahora estaba en la pierna derecha!
Al mismo tiempo, al otro lado del país, Paninya escuchó la resonante voz metálica de Alphonse: "¿Hermano? ¿Estás bien?". Paninya no entendía por qué tenía a Alphonse frente a ella, ni por qué su cuerpo se sentía tan diferente. Lo sentía más pesado, más poderoso, y notó la frialdad del metal que ahora adornaba su brazo derecho y pierna izquierda.
Ambas personas, Edward y Paninya, intentaron explicar lo que les pasaba, con gritos desesperados y gestos frenéticos, pero ni Al ni Winry parecían entender nada. Al ver su confusión, Ed encontró una superficie pulida que parecía un espejo en el laboratorio abandonado. La desesperación surgió como una marea. Vio su propia cabeza, sus ojos dorados llenos de horror, pero en el cuerpo de una chica, y reconoció de inmediato que era Paninya. Lo mismo le pasó a Paninya. Al ser el laboratorio un gemelo del otro, también encontró una superficie pulida. Se vio a sí misma, su rostro de Paninya, pero en el cuerpo de Edward Elric. Tanto Alphonse como Winry, a pesar de la obvia disonancia, no notaban nada. Para ellos, seguían viendo a Edward Elric y a Paninya tal y como los conocían. La alquimia había obrado una cruel ilusión de percepción.
Ed intentó desesperadamente explicar la situación a Winry, gesticulando, suplicando. Pero, aunque Ed supiera quién era, sus movimientos, su forma de hablar y su personalidad eran, inexplicablemente, los de Paninya. Cada vez que intentaba actuar como él mismo, el cuerpo de Paninya respondía con sus propios tics y expresiones. Winry, confundida, pensó que Paninya estaba simplemente bromeando o que la extraña energía del laboratorio la había afectado. No la tomó en serio. El pobre Ed sintió una punzada de esperanza: pensó que cuando pudiera ver a Paninya en su propio cuerpo, la verdad sería innegable y todo se solucionaría. Pero eso no pasó.
Paninya, por su parte, pensó rápido. Miró el cuerpo de Edward Elric, sus robustas extremidades de automail, la fama, la fuerza. Una oportunidad única se presentaba ante ella. Respiró hondo y, con la voz de Edward, le dijo a Al que solo se había "desorientado un poco", que el aparato era "una tontería" y que "todo estaba bien". Paninya quería robarle su vida a Ed, una vida de reconocimiento, de poder, de un futuro que nunca habría imaginado. El dilema moral no la detuvo.
Desenlace Trágico para Edward: El Silencio del Alma Quebrada
Los días se convirtieron en semanas, y la farsa se consolidó en una cruel realidad. Edward, atrapado en el cuerpo de Paninya, vivía un infierno privado. Su mente, una vez un torbellino de cálculos alquímicos y bravatas, ahora se sentía extraña en el cuerpo más pequeño y ligero de la ladrona. Sus movimientos, los de Paninya, eran gráciles, pero no los suyos; su voz, aunque la de Paninya, le sonaba ajena en sus propios oídos.
La desesperación de Ed crecía con cada momento que pasaba sin ser reconocido. Winry, a pesar de su insistencia, seguía sin creerle, atribuyendo su comportamiento a una extraña resaca de la energía alquímica. Para Winry, él era Paninya, y los gestos impetuosos de Ed, saliendo del cuerpo de Paninya, eran vistos como "las payasadas de siempre" de la ladrona. Las noches, Edward las pasaba en un silencio angustiado, el cuerpo de Paninya retorciéndose de frustración. Intentaba la transmutación para revertir el efecto, pero el conocimiento de la alquimia de Paninya era nulo, y el cuerpo no respondía a su propia y formidable voluntad. El automail de Paninya, aunque funcional, le resultaba un objeto extraño, una jaula más que una extensión de sí mismo.
Mientras tanto, Paninya, en el cuerpo de Edward, florecía. Disfrutaba cada instante de su nueva vida. La fuerza del automail de Ed, su estatura, el respeto que inspiraba su título de "Alquimista de Acero"... Era una libertad y un poder que nunca había conocido. Con la astucia de una ladrona callejera, aprendió rápidamente a imitar las exclamaciones de Edward, su forma de caminar, incluso su furia. Alphonse, sin notar nada, estaba feliz de tener a su "hermano" de vuelta, sin el "comportamiento extraño" que había exhibido justo después del incidente. Paninya manipulaba la situación a su antojo, aprovechando la oportunidad de una vida de reconocimiento y aventuras. Su corazón, endurecido por la supervivencia, no sentía remordimiento por lo que le había hecho a Edward.
La tragedia de Edward se consolidó en la soledad. Con el tiempo, la incapacidad de comunicarse, la constante negación de su verdadera identidad por parte de Winry y Al, y la desesperación de estar atrapado en un cuerpo que no era el suyo, comenzaron a erosionar su mente. Los impulsos de Paninya se mezclaban con los suyos. Sus recuerdos como Edward Elric comenzaron a sentirse distantes, como un sueño lejano. La furia dio paso a una resignación profunda, y luego a una apatía que lo consumió. Edward dejó de luchar. Su personalidad, su espíritu ardiente, se desvanecieron lentamente, reemplazados por una versión borrosa y melancólica de Paninya.
El Alquimista de Acero, el niño prodigio que desafiaba a los dioses, se perdió en el cuerpo de una ladrona. Su alma, una vez tan vibrante, se silenció. Edward Elric, el verdadero, dejó de existir como tal, atrapado en un autómata que se movía y vivía, pero que ya no albergaba la mente brillante y apasionada del Fullmetal. La última chispa de su ser se extinguió en el silencio, un grito ahogado que nadie, excepto quizás la indiferente alquimia, escuchó. El mundo continuó, celebrando las hazañas del "Alquimista de Acero", sin saber que la persona que vestía ese título era ahora una ladrona con una vida robada, y que el verdadero Edward Elric había desaparecido para siempre.
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El Espejo Fragmentado: La Farsa del Alquimista y la Observación del Padre
El sol del mediodía caía a plomo sobre las ruinas desoladas. Edward Elric, el Alquimista de Acero, avanzaba con su paso firme y rítmico de automail, sus ojos dorados escudriñando cada sombra. A su lado, el Comandante Mustang, su sonrisa enigmática, y la Teniente Hawkeye, con su rifle siempre en guardia y una mirada tan aguda como el filo de una espada, completaban la formación. La misión los había llevado a un laboratorio subterráneo olvidado, vestigio de experimentos alquímicos prohibidos. Entre los escombros y los frascos rotos, yacía un aparato extraño, un orbe de metal grabado con runas indescifrables, que pulsaba con una energía latente y siniestra.
"¿Qué demonios es esto?", gruñó Ed, acercándose con cautela. Antes de que Mustang pudiera responder, una extraña resonancia vibró en el aire, atrayendo a Ed como una polilla a la llama. Guiado por un impulso incomprensible, el joven alquimista extendió su mano izquierda, la de carne y hueso, y canalizó una descarga de su propia energía alquímica hacia el orbe.
Lo que sucedió después fue un relámpago de dolor y confusión. Una luz cegadora, no de un color familiar, sino de un blanco espectral que absorbía todo sonido, estalló desde el aparato. Ed sintió como si su misma alma fuera arrancada de sus raíces, estirada y retorcida. La sensación de su pequeño cuerpo, la frialdad de su automail, todo se desvaneció. Cuando la luz se disipó, la risa de Mustang sonaba lejana, distorsionada. Ed intentó hablar, quejarse, pero el sonido que salió fue un gruñido ahogado, seguido de una tos seca. Su visión se aclaró. Miró sus manos, y un escalofrío de puro terror lo recorrió. Eran las manos de Riza Hawkeye, finas, cubiertas por los guantes militares. Levantó la vista y vio a la Teniente. Pero no era Riza. Era su propio cuerpo, pequeño y furioso, con su característica trenza y sus ojos dorados, pero con la cabeza de Riza, su expresión de asombro y el mechón rebelde.
Ambos se vieron, la cabeza de Ed en el cuerpo de Riza, y la cabeza de Riza en el cuerpo de Ed. El terror los paralizó. Intentaron gritar, forcejear, pero era como si sus nuevos cuerpos tuvieran una voluntad propia, una programación preestablecida. El cuerpo de Riza, ahora habitado por Edward, se mantuvo erguido, con una compostura militar impecable, mientras que el cuerpo de Edward, con la mente de Riza, intentaba en vano mover los pequeños brazos, su rostro, ahora el de Ed, reflejaba una desesperación muda. La Teniente Riza, en el cuerpo de Ed, se portaba como siempre, moviéndose con una eficiencia y una obediencia que irritaba a Ed hasta lo más profundo de su ser. Ed, atrapado y sin poder hacer nada, solo podía sentir la extraña familiaridad de la tela del uniforme de Riza contra su piel, la rigidez de su postura. Parecía que a la verdadera Teniente Riza le pasaba lo mismo; su cuerpo respondía a las órdenes tácitas de la Alquimia.
Tuvieron que pasar varias horas, horas de angustia silenciosa y extraña adaptación, para que ambos empezaran a recuperar algo de control sobre sus nuevos cuerpos. La Alquimia, con su cruel sentido del humor, les había dado un intercambio perfecto de cuerpos pero no de rostros, era un infierno de adaptación interna. La mente de Ed, acostumbrada a la velocidad y la brutalidad, se sentía encorsetada por la gracia militar de Riza. La mente de Riza, precisa y metódica, luchaba contra los impulsos impetuosos del cuerpo de Ed.
Al anochecer, ambos se reunieron en secreto, con Mustang ajeno a su predicamento. Ed, en el cuerpo de Riza, miraba sus propias manos (las de Riza) con repugnancia. Riza, en el cuerpo de Ed, examinaba su propio rostro en un cuerpo ajeno y en un reflejo pulido. Ellos no sabían qué hacer. Por el momento, decidieron tratar de hacerse pasar por el otro, una farsa que a Ed le repugnaba. No soportaba tener que ser tan obediente con el Coronel Mustang, tener que seguir sus órdenes sin protestar, responder con un "Sí, señor" que le quemaba la garganta. Riza, por su parte, se sentía extraña con la impulsividad del cuerpo de Ed, con su tendencia a gritar y su falta de tacto.
Pasaron algunos días. La farsa se hacía más creíble, pero más dolorosa. Ya eran capaces de controlar el cuerpo del otro, pero la paradoja visual seguía. Lo que no entendían, y lo que los volvía locos, era que cada uno se veía con la cabeza del otro en el espejo, y entre ellos mismos. Pero nadie más lo notaba. Para el mundo, Edward Elric seguía siendo Edward Elric, y Riza Hawkeye seguía siendo Riza Hawkeye. Esta distorsión de la percepción era el cruel recordatorio de su intercambio, un tormento silencioso que solo ellos compartían.
El sol del mediodía caía a plomo sobre las ruinas desoladas. Edward Elric, el Alquimista de Acero, avanzaba con su paso firme y rítmico de automail, sus ojos dorados escudriñando cada sombra. A su lado, el Comandante Mustang, su sonrisa enigmática, y la Teniente Hawkeye, con su rifle siempre en guardia y una mirada tan aguda como el filo de una espada, completaban la formación. La misión los había llevado a un laboratorio subterráneo olvidado, vestigio de experimentos alquímicos prohibidos. Entre los escombros y los frascos rotos, yacía un aparato extraño, un orbe de metal grabado con runas indescifrables, que pulsaba con una energía latente y siniestra.
"¿Qué demonios es esto?", gruñó Ed, acercándose con cautela. Antes de que Mustang pudiera responder, una extraña resonancia vibró en el aire, atrayendo a Ed como una polilla a la llama. Guiado por un impulso incomprensible, el joven alquimista extendió su mano izquierda, la de carne y hueso, y canalizó una descarga de su propia energía alquímica hacia el orbe.
Lo que sucedió después fue un relámpago de dolor y confusión. Una luz cegadora, no de un color familiar, sino de un blanco espectral que absorbía todo sonido, estalló desde el aparato. Ed sintió como si su misma alma fuera arrancada de sus raíces, estirada y retorcida. La sensación de su pequeño cuerpo, la frialdad de su automail, todo se desvaneció. Cuando la luz se disipó, la risa de Mustang sonaba lejana, distorsionada. Ed intentó hablar, quejarse, pero el sonido que salió fue un gruñido ahogado, seguido de una tos seca. Su visión se aclaró. Miró sus manos, y un escalofrío de puro terror lo recorrió. Eran las manos de Riza Hawkeye, finas, cubiertas por los guantes militares. Levantó la vista y vio a la Teniente. Pero no era Riza. Era su propio cuerpo, pequeño y furioso, con su característica trenza y sus ojos dorados, pero con la cabeza de Riza, su expresión de asombro y el mechón rebelde.
Ambos se vieron, la cabeza de Ed en el cuerpo de Riza, y la cabeza de Riza en el cuerpo de Ed. El terror los paralizó. Intentaron gritar, forcejear, pero era como si sus nuevos cuerpos tuvieran una voluntad propia, una programación preestablecida. El cuerpo de Riza, ahora habitado por Edward, se mantuvo erguido, con una compostura militar impecable, mientras que el cuerpo de Edward, con la mente de Riza, intentaba en vano mover los pequeños brazos, su rostro, ahora el de Ed, reflejaba una desesperación muda. La Teniente Riza, en el cuerpo de Ed, se portaba como siempre, moviéndose con una eficiencia y una obediencia que irritaba a Ed hasta lo más profundo de su ser. Ed, atrapado y sin poder hacer nada, solo podía sentir la extraña familiaridad de la tela del uniforme de Riza contra su piel, la rigidez de su postura. Parecía que a la verdadera Teniente Riza le pasaba lo mismo; su cuerpo respondía a las órdenes tácitas de la Alquimia.
Tuvieron que pasar varias horas, horas de angustia silenciosa y extraña adaptación, para que ambos empezaran a recuperar algo de control sobre sus nuevos cuerpos. La Alquimia, con su cruel sentido del humor, les había dado un intercambio perfecto de cuerpos pero no de rostros, era un infierno de adaptación interna. La mente de Ed, acostumbrada a la velocidad y la brutalidad, se sentía encorsetada por la gracia militar de Riza. La mente de Riza, precisa y metódica, luchaba contra los impulsos impetuosos del cuerpo de Ed.
Al anochecer, ambos se reunieron en secreto, con Mustang ajeno a su predicamento. Ed, en el cuerpo de Riza, miraba sus propias manos (las de Riza) con repugnancia. Riza, en el cuerpo de Ed, examinaba su propio rostro en un cuerpo ajeno y en un reflejo pulido. Ellos no sabían qué hacer. Por el momento, decidieron tratar de hacerse pasar por el otro, una farsa que a Ed le repugnaba. No soportaba tener que ser tan obediente con el Coronel Mustang, tener que seguir sus órdenes sin protestar, responder con un "Sí, señor" que le quemaba la garganta. Riza, por su parte, se sentía extraña con la impulsividad del cuerpo de Ed, con su tendencia a gritar y su falta de tacto.
Pasaron algunos días. La farsa se hacía más creíble, pero más dolorosa. Ya eran capaces de controlar el cuerpo del otro, pero la paradoja visual seguía. Lo que no entendían, y lo que los volvía locos, era que cada uno se veía con la cabeza del otro en el espejo, y entre ellos mismos. Pero nadie más lo notaba. Para el mundo, Edward Elric seguía siendo Edward Elric, y Riza Hawkeye seguía siendo Riza Hawkeye. Esta distorsión de la percepción era el cruel recordatorio de su intercambio, un tormento silencioso que solo ellos compartían.
Desenlace Macabro: La Prisión de la Percepción y la Desesperación Silenciosa
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. La misión continuó, pero la búsqueda de la Piedra Filosofal y la verdad sobre el intercambio se volvió una obsesión secundaria para Ed, y una silenciosa desesperación para Riza.
Edward, atrapado en el cuerpo de Riza Hawkeye, se encontró sumergido en una rutina que odiaba. La precisión militar, la obediencia inquebrantable a Mustang, el peso del rifle, la responsabilidad de la unidad. Su automail, su fuerza, su individualidad, todo le había sido arrebatado. Solo cuando se encontraba a solas, con la puerta de su habitación cerrada, o, en contadas ocasiones, frente a su propio cuerpo (el de Riza Hawkeye ahora), podía permitirse ser verdaderamente Edward Elric. En esos pocos y preciosos momentos de soledad, su furia reprimida estallaba. Golpeaba la pared, susurraba maldiciones, sentía el vacío de su automail fantasma y la desesperación de la lentitud de un cuerpo que no era suyo. Sus ojos dorados, ahora prisioneros en el rostro de Riza, se llenaban de lágrimas de rabia contenida. El uniforme militar le oprimía además el tener que usar Ropas femeninas era intolerable pero lo peor era cada orden de Mustang que era una puñalada a su orgullo.
El "nuevo Edward", el cuerpo que ahora albergaba la mente de Riza Hawkeye, se acercaba a él en esos raros encuentros secretos. Su rostro, antes tan expresivo y lleno de la impetuosidad de Ed, ahora reflejaba una calma forzada, una compasión silenciosa. "Cálmate, Ed", decía la voz de Edward, pero con la entonación tranquila de Riza. "Sé que es insoportable. Pero buscaré una solución. La Piedra Filosofal... todavía está ahí, y si hay algo en ella que pueda deshacer esto, lo encontraremos." En verdad, la búsqueda de la Piedra Filosofal seguía, pero había pasado a un doloroso segundo plano. Para Edward, era una vía de escape; para Riza, en el cuerpo de Edward, era la única esperanza de devolverle la vida a un alma que se marchitaba.
Pero lo peor de todo, el clavo final en el ataúd de su atormentada existencia, era que parecía que su propio padre, Van Hohenheim, sí había notado la diferencia. Desde que Hohenheim había regresado, su mirada sobre "Edward" y "Riza" era demasiado perspicaz. Sus viejos ojos, cargados de siglos de conocimiento y dolor, se detenían en ellos con una intensidad que les helaba la sangre. No decía nada, nunca una palabra directa, pero sus comentarios eran extrañamente precisos, sus preguntas demasiado cercanas a la verdad. Una tarde, Hohenheim se acercó a "Edward" (Riza) y, con una voz apenas audible, comentó sobre la inusual "madurez" del joven, y cómo "sus ojos parecían haber visto demasiado en poco tiempo". A "Riza" (Edward), le preguntó si "la disciplina militar había finalmente suavizado su temperamento, o si había algo más pesado en su alma". Edward se revolvía internamente, sintiéndose descubierto, expuesto. Riza, por su parte, sentía el escalofrío de una comprensión tácita, una carga compartida en silencio. El secreto que tan desesperadamente intentaban ocultar, esa aberración alquímica, era un libro abierto para el único hombre que quizás poseía la clave para entenderlo, pero que elegía el silencio.
La desesperación de Edward crecía con cada día que pasaba como Riza. La soledad de su tormento se agudizaba con la constante vigilancia silenciosa de su padre. Su fuerza de voluntad, una vez tan inquebrantable, se desmoronaba bajo el peso de una identidad robada y la percepción distorsionada de la realidad. El Alquimista de Acero, el niño prodigio que desafiaba a los dioses, estaba siendo lentamente consumido por la vida de una mujer que vivía para el deber, su alma rebelde sofocada en el crisol de una alquimia cruel.
Para Riza, atrapada en el cuerpo de Edward, la situación era aún más insoportable. La brusquedad, la falta de tacto, la ira constante que emanaba del cuerpo de Ed la volvían loca. Su precisión como tiradora se veía limitada por el automail, que no era suyo, y por la fuerza bruta que reemplazaba su delicadeza. Más allá de la incomodidad física, Riza sufría la angustia de ver su propio cuerpo, su lealtad, su propia identidad, siendo usada por la personalidad impetuosa de Edward. Intentaba imponer su voluntad, ser más disciplinada, pero el cuerpo de Ed, con su energía inagotable y su temperamento volátil, la arrastraba a la acción impulsiva. La única paz que encontraba era cuando lograba imitar la compostura de Ed, pero incluso eso era una farsa dolorosa. Su preocupación por Mustang, su dedicación a su deber, todo eso estaba en el cuerpo que no era el suyo. Se sentía desconectada, un fantasma en su propia piel, con la mirada de Edward reflejando su agonía.
Con el tiempo, la esperanza de encontrar una solución se desvaneció. Los intentos de entender el aparato alquímico no dieron frutos. La búsqueda de la Piedra Filosofal se volvió una quimera lejana. Riza, en el cuerpo de Edward, se vio obligada a continuar con la vida del Alquimista de Acero. Los aplausos, los reconocimientos, los gritos de "¡Fullmetal!" resonaban en sus oídos como una burla cruel. La lealtad a Mustang, su razón de ser, ahora era un concepto vacío, pues el Coronel estaba atado al "otro" cuerpo, al cuerpo que era el de ella pero que albergaba el alma de Edward.
La desesperación se arraigó en Riza. Ver a su propio cuerpo, su silueta familiar, su rostro, moviéndose y hablando con la voz de Edward, se convirtió en una tortura diaria. La percepción distorsionada era un espejo de su propia pérdida. ¿Quién era ella ahora? Una Alquimista de Acero con un cuerpo que no sentía suyo, con una mente que clamaba por una identidad que le había sido arrebatada. Las noches las pasaba mirando el techo, sin dormir, con la mente de Riza Hawkeye atrapada en el cuerpo de Edward Elric, sin salida, sin esperanza, consumida por el arrepentimiento y la sensación de que su vida, tal como la conocía, había terminado para siempre. La idea de que el mundo seguía adelante, ajeno a su tormento, mientras ella se desvanecía en la existencia de otro, la llevaba al borde de la locura. La vida no era más que una prolongada agonía, y Riza, el alma de la lealtad, se encontró, por primera vez, sin ganas de vivir.
La tragedia final llegó durante una misión en la que se enfrentaron a un homúnculo. La lucha era brutal. Edward, en el cuerpo de Riza, obedecía las órdenes de Mustang, disparando con una precisión mecánica, pero sin el alma del pistolero. Riza, en el cuerpo de Ed, luchaba con la fuerza bruta del alquimista, pero sin su velocidad y astucia innata.
En medio del caos, Mustang se vio en peligro crítico. Ed, en el cuerpo de Riza, reaccionó. Su mente, aunque atrapada, aún contenía la lealtad de Riza por su Comandante. Se interpuso. Un ataque brutal del homúnculo impactó de lleno en el cuerpo de Riza. El dolor fue insoportable para Edward. Sintió cómo sus órganos vitales, ahora femeninos y vulnerables, eran destrozados. Sus ojos dorados, en el rostro de Riza, miraron a Mustang por última vez, una mezcla de sacrificio y agonía. El cuerpo de Riza cayó inerte. Edward Elric, el Alquimista de Acero, murió atrapado en el cuerpo de la mujer que admiraba, su alma silenciada en una cama de tierra ensangrentada.
El grito de Mustang fue desgarrador al ver caer a su leal Teniente. Riza, en el cuerpo de Ed, lo vio todo, impotente. Su propia muerte en el cuerpo de Edward. El alma de Edward, ahora liberada del cuerpo de Riza, desapareció en la nada. Riza se quedó sola, una mente lúcida en un cuerpo ajeno, un cuerpo que le recordaba constantemente al compañero que había muerto en su lugar, con su propio rostro mirándola desde el charco de sangre.
Atrapada en el cuerpo de Edward, condenada a vivir la vida de otro, a cargar con la reputación del "Alquimista de Acero" y la culpa de una muerte que no era suya. Riza Hawkeye perdió su identidad, su lealtad, su propósito. Se convirtió en un eco, una sombra de Edward, obligada a vivir una farsa hasta el final de sus días, siempre con la imagen de su propio cuerpo cayendo. Su lealtad la había condenado a una vida de dolor y la eterna soledad de su verdad inconfesable.
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Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. La misión continuó, pero la búsqueda de la Piedra Filosofal y la verdad sobre el intercambio se volvió una obsesión secundaria para Ed, y una silenciosa desesperación para Riza.
Edward, atrapado en el cuerpo de Riza Hawkeye, se encontró sumergido en una rutina que odiaba. La precisión militar, la obediencia inquebrantable a Mustang, el peso del rifle, la responsabilidad de la unidad. Su automail, su fuerza, su individualidad, todo le había sido arrebatado. Solo cuando se encontraba a solas, con la puerta de su habitación cerrada, o, en contadas ocasiones, frente a su propio cuerpo (el de Riza Hawkeye ahora), podía permitirse ser verdaderamente Edward Elric. En esos pocos y preciosos momentos de soledad, su furia reprimida estallaba. Golpeaba la pared, susurraba maldiciones, sentía el vacío de su automail fantasma y la desesperación de la lentitud de un cuerpo que no era suyo. Sus ojos dorados, ahora prisioneros en el rostro de Riza, se llenaban de lágrimas de rabia contenida. El uniforme militar le oprimía además el tener que usar Ropas femeninas era intolerable pero lo peor era cada orden de Mustang que era una puñalada a su orgullo.
El "nuevo Edward", el cuerpo que ahora albergaba la mente de Riza Hawkeye, se acercaba a él en esos raros encuentros secretos. Su rostro, antes tan expresivo y lleno de la impetuosidad de Ed, ahora reflejaba una calma forzada, una compasión silenciosa. "Cálmate, Ed", decía la voz de Edward, pero con la entonación tranquila de Riza. "Sé que es insoportable. Pero buscaré una solución. La Piedra Filosofal... todavía está ahí, y si hay algo en ella que pueda deshacer esto, lo encontraremos." En verdad, la búsqueda de la Piedra Filosofal seguía, pero había pasado a un doloroso segundo plano. Para Edward, era una vía de escape; para Riza, en el cuerpo de Edward, era la única esperanza de devolverle la vida a un alma que se marchitaba.
Pero lo peor de todo, el clavo final en el ataúd de su atormentada existencia, era que parecía que su propio padre, Van Hohenheim, sí había notado la diferencia. Desde que Hohenheim había regresado, su mirada sobre "Edward" y "Riza" era demasiado perspicaz. Sus viejos ojos, cargados de siglos de conocimiento y dolor, se detenían en ellos con una intensidad que les helaba la sangre. No decía nada, nunca una palabra directa, pero sus comentarios eran extrañamente precisos, sus preguntas demasiado cercanas a la verdad. Una tarde, Hohenheim se acercó a "Edward" (Riza) y, con una voz apenas audible, comentó sobre la inusual "madurez" del joven, y cómo "sus ojos parecían haber visto demasiado en poco tiempo". A "Riza" (Edward), le preguntó si "la disciplina militar había finalmente suavizado su temperamento, o si había algo más pesado en su alma". Edward se revolvía internamente, sintiéndose descubierto, expuesto. Riza, por su parte, sentía el escalofrío de una comprensión tácita, una carga compartida en silencio. El secreto que tan desesperadamente intentaban ocultar, esa aberración alquímica, era un libro abierto para el único hombre que quizás poseía la clave para entenderlo, pero que elegía el silencio.
La desesperación de Edward crecía con cada día que pasaba como Riza. La soledad de su tormento se agudizaba con la constante vigilancia silenciosa de su padre. Su fuerza de voluntad, una vez tan inquebrantable, se desmoronaba bajo el peso de una identidad robada y la percepción distorsionada de la realidad. El Alquimista de Acero, el niño prodigio que desafiaba a los dioses, estaba siendo lentamente consumido por la vida de una mujer que vivía para el deber, su alma rebelde sofocada en el crisol de una alquimia cruel.
Para Riza, atrapada en el cuerpo de Edward, la situación era aún más insoportable. La brusquedad, la falta de tacto, la ira constante que emanaba del cuerpo de Ed la volvían loca. Su precisión como tiradora se veía limitada por el automail, que no era suyo, y por la fuerza bruta que reemplazaba su delicadeza. Más allá de la incomodidad física, Riza sufría la angustia de ver su propio cuerpo, su lealtad, su propia identidad, siendo usada por la personalidad impetuosa de Edward. Intentaba imponer su voluntad, ser más disciplinada, pero el cuerpo de Ed, con su energía inagotable y su temperamento volátil, la arrastraba a la acción impulsiva. La única paz que encontraba era cuando lograba imitar la compostura de Ed, pero incluso eso era una farsa dolorosa. Su preocupación por Mustang, su dedicación a su deber, todo eso estaba en el cuerpo que no era el suyo. Se sentía desconectada, un fantasma en su propia piel, con la mirada de Edward reflejando su agonía.
Con el tiempo, la esperanza de encontrar una solución se desvaneció. Los intentos de entender el aparato alquímico no dieron frutos. La búsqueda de la Piedra Filosofal se volvió una quimera lejana. Riza, en el cuerpo de Edward, se vio obligada a continuar con la vida del Alquimista de Acero. Los aplausos, los reconocimientos, los gritos de "¡Fullmetal!" resonaban en sus oídos como una burla cruel. La lealtad a Mustang, su razón de ser, ahora era un concepto vacío, pues el Coronel estaba atado al "otro" cuerpo, al cuerpo que era el de ella pero que albergaba el alma de Edward.
La desesperación se arraigó en Riza. Ver a su propio cuerpo, su silueta familiar, su rostro, moviéndose y hablando con la voz de Edward, se convirtió en una tortura diaria. La percepción distorsionada era un espejo de su propia pérdida. ¿Quién era ella ahora? Una Alquimista de Acero con un cuerpo que no sentía suyo, con una mente que clamaba por una identidad que le había sido arrebatada. Las noches las pasaba mirando el techo, sin dormir, con la mente de Riza Hawkeye atrapada en el cuerpo de Edward Elric, sin salida, sin esperanza, consumida por el arrepentimiento y la sensación de que su vida, tal como la conocía, había terminado para siempre. La idea de que el mundo seguía adelante, ajeno a su tormento, mientras ella se desvanecía en la existencia de otro, la llevaba al borde de la locura. La vida no era más que una prolongada agonía, y Riza, el alma de la lealtad, se encontró, por primera vez, sin ganas de vivir.
La tragedia final llegó durante una misión en la que se enfrentaron a un homúnculo. La lucha era brutal. Edward, en el cuerpo de Riza, obedecía las órdenes de Mustang, disparando con una precisión mecánica, pero sin el alma del pistolero. Riza, en el cuerpo de Ed, luchaba con la fuerza bruta del alquimista, pero sin su velocidad y astucia innata.
En medio del caos, Mustang se vio en peligro crítico. Ed, en el cuerpo de Riza, reaccionó. Su mente, aunque atrapada, aún contenía la lealtad de Riza por su Comandante. Se interpuso. Un ataque brutal del homúnculo impactó de lleno en el cuerpo de Riza. El dolor fue insoportable para Edward. Sintió cómo sus órganos vitales, ahora femeninos y vulnerables, eran destrozados. Sus ojos dorados, en el rostro de Riza, miraron a Mustang por última vez, una mezcla de sacrificio y agonía. El cuerpo de Riza cayó inerte. Edward Elric, el Alquimista de Acero, murió atrapado en el cuerpo de la mujer que admiraba, su alma silenciada en una cama de tierra ensangrentada.
El grito de Mustang fue desgarrador al ver caer a su leal Teniente. Riza, en el cuerpo de Ed, lo vio todo, impotente. Su propia muerte en el cuerpo de Edward. El alma de Edward, ahora liberada del cuerpo de Riza, desapareció en la nada. Riza se quedó sola, una mente lúcida en un cuerpo ajeno, un cuerpo que le recordaba constantemente al compañero que había muerto en su lugar, con su propio rostro mirándola desde el charco de sangre.
Atrapada en el cuerpo de Edward, condenada a vivir la vida de otro, a cargar con la reputación del "Alquimista de Acero" y la culpa de una muerte que no era suya. Riza Hawkeye perdió su identidad, su lealtad, su propósito. Se convirtió en un eco, una sombra de Edward, obligada a vivir una farsa hasta el final de sus días, siempre con la imagen de su propio cuerpo cayendo. Su lealtad la había condenado a una vida de dolor y la eterna soledad de su verdad inconfesable.
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El Precio del Intercambio Equivalente: Una Tragedia Nupcial
La vida, para Edward Elric, el Alquimista de Acero, había sido una serie de batallas y sacrificios, un camino pavimentado con pérdidas y un dolor inmenso. Pero finalmente, la luz de la felicidad parecía asomarse. Él y Winry Rockbell, su alma gemela desde la infancia, estaban a punto de casarse. La idea de un futuro tranquilo, de noches sin transmutaciones urgentes ni explosiones, lo llenaba de una paz inusual.
Sin embargo, Edward no podía dejar de trabajar, a pesar de la inminencia de su boda. La alquimia era su vida, su maldición y su don. En una de sus últimas misiones como Alquimista Estatal antes de los preparativos finales, encontró un extraño aparato en un laboratorio abandonado: un orbe de cristal pulsante, engarzado en un intrincado metal, que parecía absorber y emitir energía alquímica de forma inestable. No sabía para qué servía, pero su curiosidad, y la esperanza de que pudiera contener algún secreto para recuperar el cuerpo de Al, lo impulsaron a llevárselo para estudiarlo.
La boda fue un tremendo éxito. El sol brillaba sobre Central, y el aire olía a flores y a la promesa de un futuro. Edward, por primera vez en mucho tiempo, permitió que su sonrisa fuera genuina y sin reservas mientras miraba a Winry, radiante con su vestido blanco. Se sentían invencibles, conectados por un amor que había superado la tragedia.
Esa noche, en la intimidad de su luna de miel, el aire estaba cargado de emoción. Edward, sosteniendo la mano de Winry, la miró a los ojos, sus votos de amor resonando en el silencio de la habitación. "Si me das la mitad de tu vida," susurró Ed, su voz más suave que nunca, "yo te daré la mitad de mi vida. Eso es un intercambio equivalente." Era una frase que había marcado su existencia, pero ahora la pronunciaba como un voto de amor inquebrantable.
Justo en ese momento, el aparato alquímico que Ed había dejado en su escritorio, cerca de la cama, comenzó a activarse. Un pulso de luz verde esmeralda y oro rojizo emanó del orbe, envolviéndolos. No hubo dolor, solo una extraña sensación de descompresión y reconexión. Alquímicamente, y sin que ellos lo supieran, el aparato cumplió sus votos de la manera más literal y cruel: sus cuerpos y destinos se entrelazaron, y ahora cada uno tenía la mitad de la vida del otro.
Tardaron un rato en darse cuenta de lo que pasaba. Edward se sintió extrañamente delicado, y Winry percibió una fuerza y una densidad inusuales. Después de pasadas varias horas, ya entrada la madrugada, ambos, extrañamente calmados por la conmoción inicial, decidieron hablarlo primero con Alphonse, quien seguramente sabría qué hacer. Pero cual fue su sorpresa que Al los vio perfectamente normales. Para él, no había cambios. Él veía a su hermano y a su cuñada como siempre, caminando y hablando con sus respectivas apariencias.
Para ellos, sin embargo, esto no era posible. Se veían con la cabeza del otro. Edward, con sus propios ojos dorados, se miraba en el espejo y veía el rostro delicado de Winry. Winry, con sus ojos azules, veía la rubia melena y la expresión de determinación de Edward. Esta disonancia de percepción, un cruel truco de la alquimia, facilitaba una cosa: podían tratar de hacerse pasar por el otro hasta que tuvieran tiempo de averiguar qué pasaba.
Ambos se conocían bastante bien, cada peculiaridad, cada gesto. Podían imitarse con una precisión sorprendente. Y aunque no era perfecto, pasaban bien por el otro ante el mundo.
Lo más complicado al principio fueron las ropas. Winry, ahora en el cuerpo de Edward, acostumbrada a ir algo destapada con sus blusas de tirantes y shorts, no se acostumbraba a los ropajes de Ed, que eran pesados y cubrían cada centímetro de piel. Se sentía sofocada, con la movilidad limitada por la chaqueta y los pantalones. A Edward, en el cuerpo de Winry, las minifaldas, las blusas escotadas y la ausencia de brasier (¡una auténtica tortura!) eran algo que no podía soportar. Se sentía expuesto, vulnerable. Y como no sabía "usarlas" con la misma naturalidad de Winry, en bastantes ocasiones terminaba mostrando la ropa interior de Winry o un poco más de piel en el pecho, causando sonrojos y miradas indiscretas. No había de otra, cada uno debía ser el otro.
Desenlace Trágico para Edward: El Luto Eterno de un Alma Atrapada
Los días se transformaron en una farsa constante para Edward. Atrapado en el cuerpo de Winry, cada momento era una tortura. Su mente, habituada a la fuerza de su automail y la brutalidad de la alquimia de combate, se sentía débil y vulnerable en el cuerpo delicado de su esposa. Las reparaciones de automail, que Winry dominaba con maestría, ahora eran un desafío frustrante para Ed, sus manos temblaban por la falta de memoria muscular. Extrañaba el sonido metálico de sus pasos, la velocidad, la sensación de transmutar sin esfuerzo. Se veía obligado a actuar con una paciencia que no poseía, a sonreír con la gracia de Winry mientras por dentro bullía la frustración del Alquimista de Acero. La imagen de Winry, ahora en su cuerpo, ejecutando las transmutaciones con una eficiencia que le era ajena, era un recordatorio constante de su pérdida.
Winry, por otro lado, en el cuerpo de Edward, se adaptaba con una determinación sorprendente. La fuerza, la velocidad y la capacidad de usar la alquimia eran embriagadoras. Podía defenderse, correr y, por un breve tiempo, experimentar la libertad y el poder que Edward siempre había tenido. Aunque extrañaba su propio cuerpo y su vida en Rush Valley, la idea de poder ser útil de una manera diferente, de proteger, de explorar, la llenaba de una extraña determinación. Al no percibir el cambio, Alphonse la veía como su hermano y la trataba con la misma camaradería y respeto, lo que le daba a Winry la ilusión de una nueva y emocionante vida, lejos de los talleres y las esperas.
La tragedia final se cernió sobre ellos cuando Edward (en el cuerpo de Winry) y Alphonse (con Winry en el cuerpo de Edward) tuvieron que ir a una misión urgente al sur. Era una zona fronteriza con crecientes conflictos con una insurgencia, una situación peligrosa incluso para un Alquimista Estatal experimentado. Edward, en el cuerpo de Winry, sentía una aprensión escalofriante. Intentó convencer a "Edward" (Winry) de que fuera cauteloso, pero Winry, ahora embriagada por la nueva fuerza y con la confianza imprudente de Ed, desestimó sus advertencias como "preocupaciones de mujer".
La emboscada fue rápida y brutal. Los insurgentes atacaron con una ferocidad inesperada. Winry, en el cuerpo de Edward, luchó valientemente. Las transmutaciones eran potentes, pero carecían de la astucia táctica y la velocidad instintiva del verdadero Edward. Protegió a Alphonse con todo lo que tenía, pero no era suficiente. Un estallido, una explosión inesperada de una granada, la alcanzó de lleno. El cuerpo de Edward fue lanzado por los aires, impactando contra un muro con una fuerza brutal. Alphonse gritó su nombre, la armadura resonando con desesperación, mientras el cuerpo de su "hermano" caía inerte.
Edward, en el cuerpo de Winry, sintió un dolor desgarrador, un vacío repentino en su propio pecho, como si su corazón le hubiera sido arrancado de cuajo. Cayó de rodillas, las lágrimas brotando incontrolables de los rostro de Winry. Lejos de allí, en la tranquilidad de la casa de los Rockbell, el alma de Winry Rockbell, que habitaba el cuerpo de Edward Elric, había expirado. El Alquimista de Acero había muerto.
La noticia llegó a Edward en el cuerpo de Winry, un golpe de martillo que destrozó lo que quedaba de su alma. Su esposa, la persona con la que había prometido pasar el resto de su vida, había muerto. Y lo peor, había muerto como él. El mundo lo vio como la joven viuda del héroe, Edward Elric. Pero Edward, atrapado en el cuerpo de Winry, sabía la verdad: era un hombre que había perdido su cuerpo, su identidad, su amor, y ahora estaba condenado a vivir como la esposa de su propio fantasma, su propio legado, el de Edward Elric, sepultado para siempre.
La Abuela Pinako, ciega al intercambio, intentó consolar a su "nieta", sin entender la profundidad del abismo de dolor en el que Edward se había sumido. Las lágrimas de Winry brotaban incesantemente de sus ojos, pero eran las lágrimas de Edward, un alma que se lamentaba por una vida arrebatada y una que nunca podría ser. La vida se convirtió en una agonía sin fin. Nunca más sería el Alquimista de Acero; ese legado había muerto con su propio cuerpo. Pero tampoco podía ser Winry Rockbell; la verdadera Winry había muerto con él. Él estaba atrapado, un hombre en el cuerpo de una mujer, una viuda que lloraba su propia muerte y la de su amada(o), un alquimista sin alquimia, un alma sin lugar. La tragedia final no fue la muerte, sino la vida que se le impuso: la de una viuda desesperada, condenado a una existencia de luto y la eterna farsa de ser alguien que ya no existía. La desesperación se adueñó de Edward, vaciándolo de cualquier deseo de vivir, dejando solo un lamento silencioso en el cuerpo de la mujer que amaba.
FIN
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Nunca había visto una historia de full metal. Muy buena
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