La Lección de Marina: El Precio de la Crueldad
Mark vivía en un mundo hecho a su medida, un universo donde su voz era ley y las mujeres meros adornos, juguetes o estorbos. Era un hombre chauvinista hasta la médula, con una sonrisa burlona siempre lista para despreciar, un comentario despectivo para categorizar a cualquier fémina como un humano de segunda clase. Su pasatiempo favorito era humillar, su deporte, menospreciar. Él era el rey de su pequeña y misógina burbuja, intocable e incuestionable.
Hasta que un día, su arrogancia le jugó una mala pasada. El objetivo de su desprecio no fue una mujer cualquiera, sino Samantha, una anciana de ojos penetrantes y un aura extraña, a quien Mark había insultado públicamente por su vestimenta "ridícula" y su "sentido común de mujer". Él no lo sabía, pero Samantha no era una anciana inofensiva; era una bruja, y su paciencia había llegado a su límite.
Samantha no buscó la justicia, sino la lección más cruel. Con un chasquido de sus dedos y una mirada gélida, cambió la realidad. No solo a Mark, sino el mundo a su alrededor.
Mientras caminaba por el pasillo de la Universidad, se desmayo y cuando Mark despertó con una confusión que se transformó en horror. Su cuerpo era diferente: más ligero, más delgado, con curvas suaves y una longitud de cabello que le rozaba la espalda. Su voz era ahora aguda, melodiosa. Corrió al Baño y se miro en el espejo, y lo que vio lo hizo gritar. Ya no era Mark. Era Marina.
Su departamento era el mismo, pero los detalles habían cambiado. Las fotos en las paredes mostraban a Marina, sonriendo junto a chicas que Mark solo conocía de vista, pero a quienes "Marina" parecía considerar sus mejores amigas. En su bolso, las identificaciones rezaban: "Marina Durán". Su cuenta bancaria, su historial, sus recuerdos falsos, todo confirmaba la existencia de Marina.
Solo dos personas en el mundo sabían la verdad: la inalcanzable bruja Samantha, que había desaparecido sin dejar rastro, y Mark... atrapado en el cuerpo y la vida de Marina.
El terror se convirtió en una desesperación fría. Intentó explicarse a sus "nuevas" amigas, a sus padres, a cualquiera que lo escuchara. Solo obtuvo miradas de preocupación y sugerencias de ir a terapia por su "crisis de identidad". Mark, el hombre que no creía en las lágrimas, se encontró llorando con la facilidad de Marina, una vulnerabilidad que lo humillaba aún más.
La vida como Marina era un tormento. Los cumplidos de los hombres se sentían como una invasión. Las "atenciones" que antes despreciaba ahora lo asqueaban. Las conversaciones de mujeres, que antes ridiculizaba, le parecían superficiales y ajenas. Descubrió la constante presión por la apariencia, el miedo a caminar solo por la noche, la sutil pero omnipresente misoginia que él mismo había ayudado a perpetuar. Intentó rebelarse, vestir ropa masculina, actuar como "Mark", pero solo lograba desconcertar a quienes la rodeaban.
Su frustración lo llevó a la locura. Buscó a Samantha sin descanso, en cada rincón, en cada mercado, en cada leyenda, pero la bruja nunca apareció. Se dio cuenta de que no había forma de regresar. Estaba atrapado. Atrapado en el cuerpo de una mujer, condenado a vivir la vida que, en su ignorancia y desprecio, había creído inferior.
Con el tiempo, la furia de Mark se desvaneció, reemplazada por una resignación helada. Aprendió a sonreír, a maquillarse, a usar la ropa "femenina" que odiaba. Aprendió a navegar por un mundo que lo veía diferente. Dejó de buscar a Samantha, dejó de gritar por la injusticia. La persona que había sido Mark, el hombre cruel y seguro de sí mismo, se desdibujó, borrada por la nueva realidad.
Marina no aprendió la lección de la empatía. Solo aprendió a sobrevivir. Se adaptó, sí, pero no con sabiduría, sino con una cáscara vacía. Su desdicha no era ruidosa, sino silenciosa, una agonía interna que nadie, salvo ella (y la distante Samantha), podía percibir. Se convirtió en la mujer que el mundo esperaba que fuera, pero por dentro, la mente de Mark se pudría en una prisión de silencio y arrepentimiento, condenado a ser la "segunda clase" que tanto había despreciado. Una trampa de belleza que duraría para siempre.
FIN
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