El Deseo del Espejo y la Broma Más Cruel del Destino
El viejo Elías, con sus setenta y tantos años a cuestas, vivía en una rutina de melancolía silenciosa. Sus días se arrastraban entre la soledad de su pequeño apartamento, los recuerdos descoloridos de una juventud lejana y el dolor constante de una artrosis que le encorvaba la espalda y le hacía cojear. Había sido un hombre apuesto en su tiempo, un aventurero, un soñador, pero ahora solo era la sombra marchita de aquel joven intrépido que una vez había sido.
Su único lujo, su única compañía, era un viejo espejo de latón que había heredado de su abuela. Un espejo grande, con un marco ornamentado y un cristal ligeramente empañado que, según la leyenda familiar, concedía deseos a aquellos lo suficientemente puros de corazón (o desesperados). Elías nunca había creído en tales tonterías, pero esa noche, con el crujido de sus rodillas resonando en el silencio y la imagen de su rostro arrugado reflejada, sintió un impulso irracional.
“Ah, si tan solo… si tan solo pudiera ser joven de nuevo”, murmuró, su voz áspera por la falta de uso. “No por la fuerza, ni por el dinero. Solo… ser joven. Sentir la vitalidad, la ligereza. La energía…”. Se detuvo, su mirada fija en el espejo, y añadió con un suspiro de resignación: “Aunque sea… un solo día. O un solo momento”.
Una risa cristalina, como el tintineo de miles de campanillas de viento, llenó el aire de la habitación. No venía del espejo, sino de detrás de Elías. Se giró con dificultad y allí, flotando a pocos centímetros del suelo, estaba ella: el Hada de las Bromas. Su piel iridiscente cambiaba de color, sus ojos brillaban con una picardía ancestral y sus alas de libélula zumbaban suavemente.
“¡Un deseo tan simple y a la vez tan complicado, querido anciano Elías!”, exclamó el Hada, su voz dulce como la miel y afilada como una cuchilla. “La vitalidad, la ligereza… te entiendo. Pero los deseos tienen sus reglas, ¿sabes? Y las bromas… mis bromas, son las que perduran”.
Elías parpadeó, incrédulo. “¿Usted… usted puede concederlo?”
“¡Por supuesto! Y con un giro… ¡único! Un regalo que te hará comprender la verdadera naturaleza de la juventud, la belleza y… el sacrificio”. El Hada sonrió, una expresión que a Elías le pareció inocente en ese momento. “Digamos que por un tiempo, experimentarás la ‘ligereza’ y la ‘vitalidad’ de una forma que jamás imaginaste. Y la próxima vez que te mires en un espejo, no verás a Elías. Verás a… Emilia”.
Antes de que Elías pudiera procesar el nombre, una ola de energía vibrante lo envolvió. Sus huesos crujieron, pero esta vez, no de dolor, sino de una transformación vertiginosa. Su piel se tensó, su altura se redujo, sus ropas se sintieron holgadas y luego, ajustadas de una manera extraña. La risa del Hada fue lo último que escuchó antes de que la consciencia lo abandonara por un instante.
Cuando Elías abrió los ojos de nuevo, estaba tumbado en su sofá, el viejo espejo frente a él. Se incorporó, sintiendo una ligereza sorprendente. No había dolor. No había crujidos. Se levantó con una agilidad que no había sentido en décadas. Confundido, se acercó al espejo, esperando ver su rostro arrugado.
Pero el reflejo le devolvió a una joven mujer. Una mujer de unos veinticinco años, con cabello castaño brillante, ojos grandes y curiosos, mejillas sonrojadas y una expresión de asombro. Su cuerpo era esbelto pero con curvas suaves, vestida con una blusa negra que realzaba un busto prominente y una falda lápiz de color lila. Era, sin lugar a dudas, Emilia, la misma joven que aparecía en la imagen del espejo que el Hada había conjurado mentalmente. Elías, ahora Emilia, se llevó las manos a la boca, sus nuevos dedos delgados rozando unos labios suaves y llenos. “¡Soy… soy una mujer!”, exclamó, su voz ahora melódica y sorprendentemente dulce. La sorpresa se mezcló con una punzada de pánico, y luego, con una curiosidad inmensa.
La vida del viejo Elías se transformó en una farsa diaria de descubrimiento y humillación.
Lo primero que notó Elías fue el torbellino de nuevas sensaciones. Los perfumes de la calle, que antes apenas percibía, ahora eran una sinfonía abrumadora. La ropa, la ropa interior… todo se sentía diferente, a veces incómodo, a veces extrañamente suave contra su piel. Descubrió la molestia de los tacones, la complejidad de un sostén, la incomodidad de la ropa ajustada. Pero también la libertad del movimiento, la ligereza de una carrera, la sensación del viento en un cabello largo que no se caía.
Elías, que nunca se había preocupado por su aspecto más allá de la limpieza básica, se encontró inmerso en el mundo de Emilia. Descubrió la necesidad de maquillarse, de peinarse, de elegir la ropa adecuada para cada ocasión. Los salones de belleza y las tiendas de ropa se convirtieron en campos de batalla donde su mente de hombre viejo luchaba contra las expectativas sociales de su nuevo cuerpo. A menudo se sentía ridículo, pero la reacción de los demás, la forma en que lo miraban, lo trataban, lo empujaba a mantener la farsa. Se sorprendió al verse disfrutando de pequeños actos de vanidad, comprando un nuevo lápiz labial o admirándose en el espejo. La vanidad, que antes despreciaba, se había convertido en una compañera constante.
Elías experimentó de primera mano la diferencia de cómo el mundo trataba a una mujer joven. Los hombres lo miraban con un tipo de atención que nunca había recibido. Las mujeres lo trataban con una mezcla de camaradería y juicio. Se dio cuenta de la sutileza de las interacciones sociales femeninas, las miradas, los gestos, las conversaciones sobre temas que antes consideraba triviales. La forma en que la gente asumía su delicadeza, su "debilidad", le irritaba, mientras que otras veces, la cortesía o la ayuda inesperada le sorprendían.
Lo más difícil fue la desconexión entre su mente y su cuerpo. Su mente seguía siendo la de un hombre viejo, con sus recuerdos, sus experiencias, su forma de pensar. Pero su cuerpo reaccionaba de maneras inesperadas: un rubor repentino ante un cumplido, una oleada de emoción al ver un bebé, una lágrima fácil ante una película romántica. La biología de Emilia imponía sus propias reglas, y Elías se sentía cada vez más alienado de sí mismo. Se sentía como un impostor, una marioneta en un cuerpo ajeno. La soledad se profundizó, porque no podía revelar su secreto a nadie sin ser tomado por loco.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Elías, ahora completamente inmerso en la vida de Emilia, había adoptado sus hábitos, su trabajo (Emilia era una diseñadora gráfica en una agencia de publicidad, un mundo que Elías, el antiguo explorador, encontraba fascinante pero agotador), e incluso había entablado nuevas "amistades" con las compañeras de Emilia. La idea de buscar al Hada de las Bromas para revertir el hechizo se desvanecía ante la complejidad de su nueva vida y la aparente irreversibilidad de la transformación.
Un día, mientras Emilia (Elías) estaba en la cafetería de la agencia, escuchó una conversación que le heló la sangre. Dos compañeras de trabajo hablaban con lástima de una “pobre viejecita” que había aparecido de la nada en el hospital local. “La encontraron en un sofá, en un apartamento que solía ser de un tal señor Elías. La mujer… parece que tiene demencia. Murmura cosas sobre ser un hombre, sobre espejos y hadas. ¡Pobre alma!”.
Elías, en el cuerpo de Emilia, sintió que el mundo se le caía encima. El Hada de las Bromas no solo le había concedido su deseo de juventud y vitalidad. Había tomado el cuerpo del verdadero Elías, el viejo, y lo había llenado con un alma… ¿vacía? ¿O peor aún, con un alma que ahora creía ser una anciana con demencia? La "broma" del Hada no era solo un intercambio, sino una aniquilación silenciosa de su antigua identidad, reemplazándola con una existencia de patetismo y olvido.
La ironía era cruel y devastadora. Elías había deseado la juventud, la vitalidad. Y el Hada se la había dado, pero a costa de su propia memoria y su propia dignidad en su forma original. Nadie lo buscaría, nadie sospecharía. El viejo Elías había desaparecido, reemplazado por una anciana senil en un hospital, un cascarón vacío de lo que una vez fue.
Elías, atrapado en el cuerpo de Emilia, no podía hacer nada. Cada vez que se miraba en el espejo, no solo veía a una mujer joven, sino que veía el reflejo de su propia condena. La vitalidad que tanto anhelaba se había convertido en su cárcel. La ligereza en sus pasos ahora era el peso de una mentira constante.
Intentó visitar el hospital, solo para ver el rostro demacrado de su antiguo yo, ahora con los ojos vidriosos y la mente perdida, susurrantes fantasmas de un pasado que solo él, el verdadero Elías, recordaba. La verdadera broma del Hada fue que Elías vivió su deseo, sí, pero el precio fue su propia identidad y su destino a la miseria. Nunca podría regresar, nunca podría revelar su verdad.
Ahora, Emilia, la vibrante diseñadora gráfica con una sonrisa encantadora, esconde un alma vieja y atormentada. Vive la vida que Elías deseó, llena de juventud y energía, pero sin la posibilidad de compartirlo, sin la posibilidad de ser él mismo. La vanidad se ha vuelto una máscara de dolor, la vitalidad un recordatorio de lo que perdió. Su desgracia es la de la eterna impostura, la de la soledad en medio de la gente, y la de saber que su antiguo yo, su esencia, se desvanece lentamente en el olvido de un hospital. El Hada de las Bromas, con su cruel sentido del humor, había garantizado que el deseo se cumpliera, pero a un precio tan alto que la propia "juventud" se sentía como una maldición. Y el viejo Elías, el hombre que solo quería ser joven de nuevo, ahora es un fantasma en el cuerpo de una mujer, condenado a una vida que no es suya, mientras su verdadero ser se desvanece en la oscuridad de la demencia.
FIN
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Hola
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