El olor a ozono y a tatami quemado flotaba en la sala de la casa Uzumaki. La tormenta de anoche no había sido normal. Un rayo, con una precisión casi maliciosa, había caído sobre su hogar, y el silencio que le siguió fue más extraño que el estruendo mismo. El primero en levantarse del suelo fue el cuerpo de Naruto, pero la conciencia que lo habitaba no era la del Séptimo Hokage.
Himawari, atrapada en la imponente figura de su padre, estiró los brazos y las piernas, sintiendo el poder acumulado en cada músculo. «Oigan…», exclamó con la voz profunda de Naruto, lo cual le provocó una risa nerviosa. «El cuerpo de Papá no está nada mal».
Al otro lado de la habitación, el cuerpo de Hinata se movía con una soltura y una confianza inusuales. Boruto, en su interior, se miró las manos delicadas y luego recorrió con la mirada una figura que le era ajena y a la vez íntimamente familiar. «Ser mamá se siente extraño», dijo en voz alta, pero la voz que salió fue el susurro melódico y suave de Hinata. Una sonrisa pícara, muy suya, se dibujó en el rostro de su madre. «Pero al mismo tiempo… sexy. No sé por qué, pero me agrada».
Mientras tanto, Hinata, en el cuerpo ágil y compacto de su primogénito, cerró el puño. Sintió una energía cruda, un poder latente que nunca había experimentado en su propia piel. Es tan fuerte, pensó, un torbellino de sensaciones nuevas recorriéndola. Nunca me había sentido así, tan… lista para todo.
Pero el más feliz de todos, sin duda alguna, era Naruto. Atrapado en el pequeño y adorable cuerpo de Himawari, sentía un retumbar familiar en el estómago. Sus ojos azules, ahora enormes en el rostro dulce de su hija, se llenaron de lágrimas de alegría. «¡Kurama!», gritó con una vocecilla infantil, abrazándose la barriga con un fervor desmedido. «¡Amigo, sabía que de algún modo seguías aquí! ¡Te extrañé tanto, dattebayo!».
El caos era total, pero la preocupación no parecía ser el sentimiento dominante. Era más bien una curiosidad surrealista, una especie de día de campo en la dimensión equivocada.
Fue Hinata, con la mente ahora más analítica y directa de Boruto, la primera en notar la verdadera naturaleza del problema. «Esperen un momento», dijo, acercándose a un espejo. Para su percepción, la imagen era clara: su cabeza sobre los hombros de su hijo. Pero luego tomó su celular, abrió la cámara frontal y se tomó una foto.
El grito ahogado que soltó congeló a todos.
En la pantalla del móvil no había ninguna cabeza cambiada. Se veía a Boruto, su hijo, tal y como era siempre, pero con una expresión de absoluto desconcierto y una mirada de preocupación que era cien por ciento de ella, de Hinata.
«No puede ser… Miren».
Uno por uno, repitieron el experimento. Boruto se tomó una foto y vio a su madre con una sonrisa arrogante. Himawari vio a su padre con una mirada de asombro infantil. Y Naruto vio a su pequeña hija con una expresión de éxtasis maníaco mientras se abrazaba el estómago.
Para el mundo exterior, para cualquier lente, seguían siendo ellos mismos. La anomalía, el cambio, era solo perceptible para ellos.
El pánico real, frío y paralizante, comenzó a instalarse. El problema no era el cambio de cuerpos. El problema era que solo ellos lo sabían. Afuera, la vida en Konoha seguía su curso. ¿Cómo podría el Hokage gobernar la aldea si su mente estaba obsesionada con un supuesto Kurama en su estómago? ¿Cómo iría Boruto a una misión si se sentía "sexy" en el cuerpo de su madre?
Se miraron, esta vez de verdad. Ya no veían cabezas en cuerpos equivocados. Veían a su familia, atrapada en la más extraña de las prisiones.
«Tenemos que actuar», susurró Hinata con la voz de Boruto, el pánico agudizando su tono. «Tenemos que ser… nosotros mismos».
Y en ese momento, los cuatro comprendieron que fingir ser la persona que el mundo esperaba que fueran sería, sin duda, el ninjutsu más difícil que jamás tendrían que aprender.
Los primeros meses fueron un desastre silencioso, una comedia de errores que solo ellos cuatro conocían. Aprender a ser el otro fue un ninjutsu brutalmente difícil. Naruto, en el cuerpo de Himawari, rompía juguetes por aplicar demasiada fuerza y se metía en problemas por hablarle a los otros niños sobre tácticas de guerra ninja. Volver a ser un niño le costaba, pero en el fondo, una parte de él lo disfrutaba. ¿Acaso había madurado por completo alguna vez? Esta era una segunda oportunidad para una infancia que nunca tuvo del todo, y era extrañamente liberador.
Para Hinata, la transición fue sorprendentemente fluida. Quizá fue la que menos luchó. Acostumbrada a misiones peligrosas y a la tensión del combate, el cuerpo más joven y rebosante de chakra de Boruto era una herramienta perfecta. Las misiones que antes le exigían el máximo, ahora le resultaban más sencillas. Se sentía ágil, poderosa y con una confianza que florecía sin las barreras de su propia timidez.
Quien sin duda la pasó peor fue Boruto. Estar en el cuerpo de su madre, una figura amada y respetada, pero fundamentalmente una ama de casa a ojos de muchos, fue un golpe a su ego. Las tareas del hogar lo superaban, la diplomacia sutil de las reuniones de padres le era ajena y sentía que su vida ninja se había acabado. Fue durante una tarde, mientras veía a su "padre" (Himawari) abrumado por el papeleo, que su "hija" (Naruto) se le acercó.
«Oye, Boruto…», le dijo Naruto con la vocecita de Hima, «tú tienes el Byakugan, ¿verdad? Es increíble. Si lo dominaras, podrías volver a las misiones, ¡serías invencible!».
Aquellas palabras, dichas con la simpleza de un niño, encendieron una llama en Boruto. Se lanzó a entrenar con una ferocidad que sorprendió a todos. Y ocurrió algo mágico: el Byakugan pareció responderle de manera casi instintiva, como si la sangre de su madre en ese cuerpo reconociera su voluntad de Hyūga. No solo lo dominó, sino que lo llevó a un nuevo nivel. Con el tiempo, se convirtió en capitán de equipo para los nuevos Genin. Se volvió una líder audaz, respetada y, para sorpresa de todos, empezó a vestir con un estilo cada vez más atrevido y sexy, redefiniendo por completo la imagen de la "esposa del Hokage".
Pero la carga más pesada recayó sobre los pequeños hombros de Himawari. Ella aún era una niña, y la responsabilidad de ser el Hokage era una montaña aplastante. Las decisiones, las estrategias, el peso de toda la aldea… era demasiado. Se escondía bajo el escritorio, firmaba documentos con dibujos de girasoles y sus respuestas en las reuniones del consejo eran las de una niña asustada.
Y, por supuesto, el único que podía notarlo, lo notó.
Shikamaru, su consejero. Lo vio en los pequeños detalles. La forma en que "Naruto" de repente odiaba el papeleo más que nunca, su caligrafía cambiante, sus estrategias simplificadas y, sobre todo, la mirada de pánico puro en sus ojos. Una tarde, después de una reunión particularmente difícil, Shikamaru cerró la puerta del despacho.
«Esto es un fastidio, pero tengo que preguntar», dijo, mirando directamente a los ojos del Séptimo Hokage. «Naruto, ¿dónde estás? Porque quienquiera que seas, necesitas ayuda».
Himawari rompió a llorar, y la verdad salió a la luz. El plan se trazó con la urgencia que la situación requería. La Aldea no podía quedar desprotegida. Con el corazón encogido pero con una resolución firme, se anunció la transición. Shikamaru Nara fue nombrado el Octavo Hokage.
A Naruto no le importó. Desde su nueva y pequeña perspectiva, se dio cuenta de algo: ya había logrado su meta. Había sido Hokage. Pero en la cima, casi se olvida de lo más importante. Ahora lo tenía justo frente a él: una familia unida por el más extraño de los lazos. Tenía algo mucho mejor.
Y mientras veía a Shikamaru tomar el mando, pensó que, si nunca volvían a la normalidad, tal vez podría intentar ser Hokage de nuevo pero como Himawari. Pero esta vez, sin cometer tantos errores. O tal vez no. Tal vez ser el padre de Himawari, el esposo de una kunoichi legendaria y el mentor de su propio hijo era un destino aún más grande. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió completamente en paz.
FIN
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