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domingo, 10 de agosto de 2025

El Pacto Satánico


El Alma Vacía de Edgar

La envidia de Edgar era una plaga, una criatura viva y voraz que no solo anidaba en su interior, sino que roía cada fibra de su ser. Respiraba en el silencio sofocante de su cuarto, un santuario de amargura donde las sombras se alargaban con cada suspiro de resignación. Se alimentaba, con una crueldad lacerante, de cada risa cristalina que se filtraba bajo la puerta de la habitación contigua. Allí, su hermana, Jennifer, habitaba un mundo de luz, un universo de logros y carisma que a Edgar le parecía injustamente otorgado. Crecía, insidiosa y obscena, con cada historia que Jennifer contaba sobre sus amigos, sus infinitos triunfos académicos y sociales, y la aparente facilidad con la que la vida le sonreía sin esfuerzo.

Edgar, sombrío y resentido, anhelaba con una desesperación oscura esa existencia resplandeciente. No era un simple deseo; era una obsesión febril. "Ser ella, aunque fuera por un día", se repetía como un mantra oscuro, una plegaria retorcida lanzada a un dios que no sabía que estaba escuchando, pero que, al parecer, tenía planes mucho más macabros y retorcidos para él.

Y un día, ese dios, o una entidad mucho más perversa y antigua, le respondió.


El Pacto Satánico

Apareció como una sombra alargada, recortada contra el sol poniente al salir de la escuela, como si la propia oscuridad hubiera cobrado forma para interponerse en su camino. No era un hombre común; su figura era etérea, casi fantasmagórica, y su rostro estaba tallado por la malicia de siglos, surcado por arrugas que parecían mapas de mil pecados. Sus ojos, un abismo de pupilas dilatadas, parecían conocer el secreto más abyecto y retorcido del alma de Edgar. Una voz, que sonaba como grava arrastrándose sobre el cemento, áspera y antigua, siseó, en un tono que prometía una verdad terrible: "Yo sé cuál es tu mayor deseo, joven. El que carcome tu alma y consume tus días. El que te arrastra a la oscuridad más profunda."

El hombre extendió una mano huesuda, revelando una caja de madera vieja, cuyo terciopelo raído parecía susurrar historias de pactos olvidados y almas perdidas. Junto a ella, un documento enrollado, sellado con un emblema extraño que vibraba con una energía arcana, casi enfermiza. "Firma aquí", continuó la voz, su tono ahora más persuasivo que amenazante, "y el contenido de la caja es tuyo. Todo lo que anhelas, al alcance de tu mano, sin preguntas, sin arrepentimientos. Solo una pequeña firma."

Por alguna razón, en la mente de Edgar no hubo la menor alarma. No hubo miedo, ni siquiera la más mínima duda. Solo una extraña e inquebrantable certeza, como si ese momento hubiera estado predestinado desde el inicio de los tiempos, un engranaje inevitable en el mecanismo del destino. Una fuerza ajena a su propia voluntad, hipnótica y potente, guio su mano temblorosa hacia el pergamino. La pluma, mojada en una tinta que olía a cobre y a azufre, trazó su nombre. El pacto estaba sellado. Un escalofrío helado, que no era del frío exterior sino de una helada que calaba hasta el alma, recorrió su espina dorsal, pero él apenas lo notó, cegado por la promesa.


Las Jeringas del Destino

Dentro de la caja, sobre un lecho de terciopelo desgastado que parecía haber absorbido la miseria de mil almas, cuatro jeringas reposaban con una maligna inocencia, cada una brillando bajo la tenue luz del atardecer. Dos eran de un verde enfermizo, un color bilis que prometía la disolución, y dos de un rojo vibrante y premonitorio, como la sangre que pronto sería derramada, metafórica o literalmente.

Las instrucciones, grabadas con una caligrafía serpentina en la tapa interior, eran terriblemente claras y, al mismo tiempo, seductoramente tentadoras, un mapa detallado hacia la perdición.

La primera jeringa verde, leía Edgar con una avidez febril, "convertía a una persona en un traje de piel, un cascarón vacío y moldeable que podías vestir para convertirte en ella, para habitar su existencia, para robar su ser, pieza por pieza".

La primera roja, continuaban las instrucciones con una frialdad escalofriante, "Devolvía a la víctima a la normalidad, borrando su memoria del suceso, un reseteo cruel, una amnesia forzada para proteger el secreto".

La segunda jeringa verde, Podía ser usada en otra persona, pero si era "usada en la misma persona, hacía el cambio permanente, una obliteración irreversible del yo original, una sentencia de muerte para la identidad".

Y la segunda roja… si se usaba en otra persona la devolvía a la normalidad pero.. y, Edgar sintió un escalofrío que, por primera vez, no fue de emoción ni de excitación mórbida, sino de terror primitivo, un miedo ancestral que le heló la sangre. Esta jeringa, se leía, "Si se usa en la misma persona que se uso anteriormente, entonces quien usaba las jeringas  desaparecería por completo del mundo y de todos los recuerdos de quienes lo conocieron. El borrado definitivo. La aniquilación de la existencia misma. Como si nunca hubiera existido. Como si hubiera sido una pesadilla olvidada. siendo en este Caso Edgar quien dejaría de existir a cambio de quedarse con la vida de su Hermana"

Edgar no pensó en las consecuencias monumentales de sus actos, ni en el hombre sombrío, ni en el contrato infernal que acababa de firmar con su sangre o su alma. Su mente, singularmente enfocada, hipnotizada por el poder que ahora poseía, solo pronunció un nombre, un nombre que resonó como un gong en su cabeza, sellando su destino y el de su hermana: Jennifer.


La Usurpación

Esperó al anochecer, al momento en que la casa se sumía en una calma expectante, un lienzo perfecto para su oscura obra. Jennifer estaba en su cuarto, de espaldas a la puerta, ajena a la oscuridad que se cernía sobre ella, inmersa en su burbuja de melodías con sus auriculares, bailando suavemente al ritmo de una canción. Cuando Edgar entró sin tocar, una sombra invadiendo su santuario de paz, ella se giró con la visible molestia de la intrusión.

"¿Qué haces aquí? ¡Largo de mi cuarto, Edgar!", le espetó, su voz vibrante de irritación adolescente, el ceño fruncido en un gesto que Edgar conocía tan bien.

Pero la mirada de Edgar era vacía, la de un depredador que, después de una larga cacería, finalmente ha localizado a su presa. No le importaron sus gritos ni su enfado ya que no había nadie mas en casa. No le importó su familiaridad, el lazo de sangre que los unía. Solo vio la oportunidad. Se abalanzó sobre ella con una fuerza y determinación que no sabía que poseía, una rabia contenida por años estallando en un instante. La lucha fue breve y torpe, un forcejeo desigual de carne y malicia contra la sorpresa y la inocencia. Un pinchazo agudo en su brazo, un dolor punzante que hizo que Jennifer soltara un gemido ahogado. Los ojos de Jennifer se abrieron con una sorpresa atónita y un miedo primitivo, una realización horrorosa antes de volverse vidriosos, su mirada perdiéndose en el vacío, como una vela que se apaga.

Y entonces, comenzó el horror, lento y grotesco, una transformación que desafiaba toda lógica y biología.

En menos de un minuto, el cuerpo vibrante de su hermana perdió su solidez. No fue un desvanecimiento, sino una implosión silenciosa, como si el aire dentro de ella se hubiera escapado repentinamente. Se desinfló como un globo pinchado, su piel tersa y cálida convirtiéndose en una tela extraña, flexible, pero sin costuras, sin huesos, sin resistencia. Una réplica perfecta de sí misma, cada curva y cada detalle, cada lunar diminuto y cada cicatriz imperceptible, pero horriblemente hueca. Un traje. Su traje. Un escalofrío de repulsión y fascinación, una mezcla tóxica de asco y deseo, recorrió a Edgar.

Sin dudarlo un instante, con una mezcla de pánico y una excitación mórbida, una adrenalina helada corriendo por sus venas, Edgar comenzó a vestirse con ella.


La Fusión

Fue una experiencia que trascendió lo físico, un terror psicológico que borraba las fronteras de la identidad. Al deslizar sus piernas temblorosas dentro de las de Jennifer, sintió la suavidad de su piel como si fuera la suya propia, pero ajena. Un torrente incontrolable de sensaciones y recuerdos ajenos lo inundó, como una presa que se rompe. No eran solo imágenes; eran sentimientos viscerales. Sintió el cansancio punzante en los gemelos después de una práctica extenuante de voleibol, la sensación familiar y cómoda de sus sandalias favoritas en un día de verano sofocante, el modo exacto en que Jennifer cruzaba las piernas al sentarse, un hábito inconsciente que ahora era suyo. Su propia postura se contorsionó, adaptándose, sus músculos memorizando movimientos que nunca había realizado.

Al ajustarse el torso, su postura cambió por instinto, sus hombros se curvaron con una gracia que nunca había poseído. Sintió el eco del abrazo cálido y familiar de su hermana, el modo exacto en que su corazón se aceleraba, con una emoción ajena pero abrumadora, al pensar en Marco, el chico que le gustaba, el novio que ella amaba. Con cada segundo que pasaba, los propios recuerdos de Edgar se desvanecían, pero solo quedaban guardados en el fondo de su alma, se diluían como tinta en el agua, ahogados por la abrumadora marea de la vida de Jennifer que se apoderaba de su mente. Ya no era Edgar vistiéndose de su hermana. Era Jennifer reensamblándose sobre un núcleo extraño y ajeno, un impostor usurpando su lugar. Ahora, con una certeza espeluznante, sabía cuál era su champú favorito, la contraseña de su teléfono móvil, el miedo irracional que le daban las arañas. Todos los detalles íntimos de la vida de Jennifer, sus esperanzas, sus pequeños secretos, sus miedos ocultos, se volvían suyos.

Estaba casi completo. Su nuevo cuerpo era el de ella, perfecta y horriblemente familiar. Su mente era un torbellino caótico de dos vidas fusionándose en una amalgama inestable, una sinfonía disonante de recuerdos y personalidades. De pie en medio de la habitación, en ropa interior de encaje negro que se sentía extrañamente natural, casi como una segunda piel, sostuvo en sus manos la última pieza de su transformación: el rostro de su hermana, con los ojos cerrados y una expresión serena, casi angelical, como una máscara perfecta esculpida para él.

Solo faltaba cubrir su cabeza para que la transformación terminara. Para que Edgar, el verdadero Edgar, el resentido y envidioso Edgar, desapareciera por completo, y Jennifer volviera a ser… ella, pero con un intruso en su interior.

"Supongo que significa que puedo convertirme en mi hermana porque tengo esto puesto", pensó, con una voz mental que ya no era del todo la suya, una voz que oscilaba entre la aspereza de Edgar y la dulzura de Jennifer, una resonancia perturbadora. "Entonces, si me la pongo en la cabeza e imito su voz, podré ser ella. Podré tenerlo todo."

El miedo, por primera vez, no era solo por las consecuencias de sus acciones, sino por la pérdida de sí mismo. Pero la adicción al poder, a la vida robada, ya era demasiado fuerte.



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