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domingo, 17 de agosto de 2025

El Pacto Satánico 2

 







La envidia de Edgar no era un simple susurro, sino una criatura viva y monstruosa que le roía el alma. Respiraba con un aliento fétido en el silencio sofocante de su cuarto, se alimentaba con crueldad sádica de cada risa cristalina que escuchaba provenir de la habitación contigua, donde su hermana, Jennifer, habitaba un mundo de luz. Crecía, insidiosa y obscena, con cada historia que Jennifer contaba sobre sus amigos, sus infinitos logros y la aparente facilidad con la que la vida le sonreía, despreocupada. Edgar, sombrío y resentido, anhelaba con una desesperación oscura esa existencia resplandeciente. «Ser ella, aunque fuera por un día, sentir lo que ella siente, vivir lo que ella vive», se repetía como un mantra oscuro, una plegaria retorcida a un dios que no sabía que estaba escuchando, pero que, aparentemente, tenía planes macabros para él.

Y un día, ese dios, o una entidad mucho más perversa, le respondió.

Apareció como una sombra alargada y premonitoria, recortada contra el sol poniente, justo cuando Edgar salía de la escuela. No era un hombre común; su rostro estaba tallado por la malicia de siglos, cada arruga un surco de antiguas maquinaciones, con ojos que parecían conocer el secreto más abyecto y retorcido del alma de Edgar, desnuda ante su mirada. Una voz, que sonaba como grava arrastrándose sobre el cemento, áspera y antigua, siseó: «Yo sé cuál es tu mayor deseo. El que carcome tu alma y consume tus días. El que te hace desear ser… otro». El hombre extendió una caja de madera vieja, cuyo terciopelo raído parecía susurrar historias de pactos olvidados y almas perdidas, y un documento enrollado, sellado con un emblema que vibraba con una energía extraña, casi maligna. «Firma aquí, joven Edgar, y el contenido de esta caja es tuyo. Todo lo que anhelas, al alcance de tu mano, sin preguntas, sin arrepentimientos. Solo… una pequeña transacción».

Por alguna razón, en la mente de Edgar no hubo la menor alarma. No hubo miedo, ni siquiera la más mínima duda de que fuera una trampa. Solo una extraña e inquebrantable certeza, como si ese momento hubiera estado predestinado desde el inicio de los tiempos, un destino al que no podía escapar. Una fuerza, ajena a su propia voluntad, guiaba su mano temblorosa hacia el pergamino. El pacto estaba sellado con una rapidez aterradora. Un escalofrío helado, que no era del frío exterior sino de un contacto con lo antinatural, recorrió su espina dorsal, pero él apenas lo notó, cegado por la cegadora promesa de una vida diferente.

Dentro de la caja, sobre un lecho de terciopelo desgastado que parecía haber absorbido la miseria de mil almas, cuatro jeringas reposaban con una maligna inocencia, sus agujas brillando bajo la tenue luz. Dos eran de un verde enfermizo, del color de la bilis; dos de un rojo vibrante y premonitorio, como sangre fresca. Las instrucciones, grabadas con una caligrafía serpentina y ancestral en la tapa interior de la caja, eran terriblemente claras y, al mismo tiempo, seductoramente tentadoras, un mapa directo a la perdición. La primera jeringa verde, leía Edgar con una avidez febril y un corazón martilleando, "convertía a una persona en un traje de piel, un cascarón vacío y moldeable que podías vestir para convertirte en ella, para habitar su existencia, para robar su ser, su esencia misma". La primera roja, "la devolvía a la normalidad, borrando su memoria del suceso, un reseteo cruel y conveniente". La segunda jeringa verde, "usada en la misma persona, hacía el cambio permanente, una obliteración irreversible del yo original, una fusión total con la piel". Y la segunda roja… esa, Edgar sintió un escalofrío que, por primera vez, no fue de emoción, sino de un terror primitivo que le heló la sangre, "era para que el usuario original desapareciera por completo del mundo y de todos los recuerdos de quienes lo conocieron. El borrado definitivo. La aniquilación de la existencia. Una pizarra en blanco donde solo quedarías tú".

Edgar no pensó en las consecuencias monumentales de tal poder, ni en el hombre sombrío que se desvaneció tan rápido como apareció, ni en el contrato infernal que acababa de firmar con su sangre o su alma. Su mente, singularmente enfocada, obsesionada hasta el tuétano, solo pronunció un nombre, un nombre que resonó como un gong ensordecedor en su cabeza, sellando su destino y el de su hermana: Jennifer.

El plan de Edgar había sido meticuloso, casi diabólico en su simpleza y audacia. Una llamada estratégicamente cronometrada de su mejor amigo a sus padres, una mentira bien ensayada sobre un ineludible proyecto de biología que los mantendría ocupados todo el fin de semana en la remota casa de campo de su familia, y listo. Tenía 48 horas de libertad absoluta antes de que su «yo» original fuera siquiera extrañado. Nadie buscaría a Edgar. Nadie, excepto su propia sombra persistente.

Esperó al anochecer, al momento en que la casa se sumía en una calma expectante, un silencio casi cómplice, un lienzo perfecto para su oscura obra. Jennifer estaba en su cuarto, de espaldas a la puerta, ajena, inmersa en su burbuja de melodías con sus auriculares. Cuando Edgar entró sin tocar, una sombra invadiendo su santuario personal, ella se giró con la visible molestia de la intrusión.

«¿Qué haces aquí? ¡Largo de mi cuarto, Edgar!», le espetó, su voz vibrante de irritación adolescente, sin una pizca de la dulzura que él tanto envidiaba.

Pero la mirada de Edgar era vacía, la de un depredador que, después de una larga cacería, finalmente ha localizado a su presa. Su rostro era una máscara de determinación fría. No le importaron sus gritos ni su enfado. No le importó su familiaridad. Solo vio la oportunidad. Se abalanzó sobre ella con una fuerza y una determinación febril que no sabía que poseía. La lucha fue breve y torpe, un forcejeo desigual de carne contra una voluntad abrumadora. Un pinchazo agudo en su brazo. Los ojos de Jennifer se abrieron con una sorpresa atónita, luego un miedo primitivo y desgarrador antes de volverse vidriosos, su mirada perdiéndose en el vacío. Y entonces, comenzó el horror, lento y grotesco, ante los ojos atónitos de Edgar.

En menos de un minuto, el cuerpo vibrante de su hermana perdió su solidez. No fue un desvanecimiento, sino una implosión silenciosa, un derrumbe sobre sí mismo. Se desinfló como un globo pinchado, su piel tersa y cálida convirtiéndose en una tela extraña, flexible, sin costuras, sin huesos, sin resistencia. Una réplica perfecta de sí misma, cada curva y cada detalle familiar, pero horriblemente hueca. Un traje. Su traje de piel. Un escalofrío de repulsión y una excitación mórbida recorrieron a Edgar al ver esa cáscara abandonada.

Sin dudarlo un instante, con una mezcla de pánico y una excitación mórbida que le aceleraba el pulso, Edgar comenzó a vestirse con ella.

Fue una experiencia que trascendió lo físico, un terror psicológico que borraba las fronteras de la identidad. Al deslizar sus piernas temblorosas dentro de las de Jennifer, un torrente incontrolable de sensaciones y recuerdos ajenos lo inundó. No eran solo imágenes; eran sentimientos viscerales, memorias sensoriales. Sintió el cansancio punzante en los gemelos después de una práctica extenuante de voleibol, la sensación familiar y cómoda de sus sandalias favoritas en un día de verano sofocante, el modo exacto en que Jennifer cruzaba las piernas al sentarse, un hábito inconsciente que ahora era suyo. Su propia postura se contorsionó, adaptándose a una nueva feminidad.

Al ajustarse el torso, sus hombros se curvaron con una gracia que nunca había poseído. Sintió el eco del abrazo cálido y familiar de su mejor amiga, la opresión del peso de su mochila sobre los hombros, el modo exacto en que su corazón se aceleraba, con una emoción ajena pero abrumadora, al ver al chico que le gustaba. Con cada segundo que pasaba, los propios recuerdos de Edgar se desvanecían, se diluían como tinta en el agua, ahogados por la abrumadora marea de la vida de Jennifer que se apoderaba de su mente. Ya no era Edgar vistiéndose de su hermana. Era Jennifer reensamblándose sobre un núcleo extraño y ajeno, un impostor usurpando su lugar, fundiéndose con su esencia. Ahora, con una certeza espeluznante, sabía cuál era su champú favorito, la contraseña de su teléfono, el miedo irracional que le daban las arañas. Todos los detalles íntimos de la vida de Jennifer se volvían suyos, en una absorción total.

De vuelta en la penumbra del cuarto de Jennifer, con el cuerpo de ella ya puesto como una segunda piel, sostuvo el rostro inerte en sus manos. Era el último paso, la pieza final del rompecabezas de su nueva existencia. Con un último suspiro que fue mitad suyo y mitad de ella, se lo ajustó sobre la cabeza. Hubo un suave «clic» neumático, un ajuste perfecto, y el mundo se reescribió por completo.

Los recuerdos de Jennifer no llegaron, se derramaron, inundándolo todo con una cascada de luz y sonido. Pero era una versión corrupta, una mentira hermosa y peligrosa. Como si un editor divino hubiera eliminado todas las escenas malas y dolorosas, solo recordaba los momentos dorados, los picos de euforia. No había rastro de sus angustias laborales, de las discusiones triviales con sus padres, de sus inseguridades frente al espejo que antes la atormentaban. Solo recordaba la euforia embriagadora de las buenas notas, la calidez envolvente de los abrazos de sus amigas, los halagos sinceros de sus jefes en su trabajo de medio tiempo y la sensación triunfante de saberse atractiva, deseada, admirada.

Se miró en el espejo de cuerpo completo. Vio a la mujer de la imagen: hermosa, segura, radiante. Una mujer con el cabello castaño brillante, aretes grandes que enmarcaban su rostro, y joyas delicadas que resaltaban su cuello y muñecas. Una mujer cuya vida parecía ser una sucesión interminable de victorias y momentos felices, sin una sola nube en el horizonte. La sorpresa en su propio reflejo era palpable, y un rubor cubrió sus mejillas.

«¡Qué hermosa debe ser la vida de mi hermana!», pensó, sintiendo una alegría efervescente que le hacía cosquillas en el estómago, un placer puro y egoísta. «¡Esto lo voy a disfrutar!».

Con una confianza que le era completamente nueva pero que se sentía innata, como si siempre hubiera sido parte de él, se movió por la habitación. Abrió el armario de Jennifer y, guiado por los gustos y recuerdos de ella, eligió un conjunto que gritaba «noche de fiesta»: una falda corta y coqueta que apenas cubría sus muslos, una blusa elegante con cuello en V que realzaba su nuevo busto, y tacones que estilizaban sus nuevas y largas piernas con una sensualidad desconocida. Se maquilló usando la memoria muscular de Jennifer, y el resultado fue impecable, un arte que su antiguo yo jamás habría dominado.

Tomó el celular de la mesita de noche y marcó un número que su mente ahora reconocía instintivamente como el de su mejor amiga, Sofi.

«¿Aló, Sofi? ¡Ponte guapa, que nos vamos de fiesta!», dijo con la voz melódica y cantarina de su hermana, una voz que se sentía tan natural como la suya propia. Hubo una pausa al otro lado de la línea, una pregunta perpleja sobre la súbita invitación. Edgar, o la entidad que ahora era, rio, una risa femenina y despreocupada. «¿Que qué celebramos? ¡La vida, tonta! No hay pretexto, ¡solo la vida! ¡Nos vemos en media hora!». El mundo estaba abierto, y la noche, prometía, era solo el comienzo.


El bar era un torbellino de luces de neón vibrantes, música pulsante que se metía bajo la piel y risas que se entrelazaban en una sinfonía de júbilo. Por primera vez, Edgar —ahora completamente Jennifer en mente y cuerpo— sostuvo un cóctel en su mano, la copa fría contra sus dedos delicados. El sabor dulce, afrutado y peligrosamente prohibido del alcohol fue una revelación, un estallido de sensaciones que nunca había experimentado. La suerte de los adultos, pensó con una sonrisa embriagada que se sentía extrañamente suya. Cantó en el karaoke con una voz que cautivó a la pequeña multitud, moviéndose con una gracia que surgía de lo más profundo de este nuevo ser, una fluidez que antes solo podía soñar. No había rastro de la torpeza de Edgar, solo la confianza y el encanto de Jennifer.

Más tarde, un chico apuesto, claramente atraído por el magnetismo y la alegría desenfrenada que «Jennifer» irradiaba esa noche, se le acercó, con una sonrisa que prometía. Conversaron, rieron, la química era palpable. Y cuando él se inclinó para besarla, ella no dudó ni por un segundo. En ese preciso instante, no había un Edgar analizando la situación, ni un rastro de su antigua personalidad. Solo estaba Jennifer, dando rienda suelta a una poderosa y embriagadora oleada de sentimientos femeninos recién descubiertos, disfrutando del momento sin reservas, sin pasado, sin culpas, sumergida en la dulce ilusión de su nueva identidad. El bar, los amigos, los hombres y mujeres a su alrededor, todo era parte de esta nueva y excitante realidad.

La noche era joven, y la hermosa mentira que era ahora su vida era demasiado perfecta como para cuestionarla.

El fin de semana fue un sueño febril de colores intensos, sonidos vibrantes y una felicidad tan profunda que parecía irreal, casi sacada de una fantasía. Pero como todos los sueños, tuvo que terminar. El domingo por la noche, con el corazón pesado y unas manos que se sentían torpes y ajenas de repente, Edgar se quitó la piel de Jennifer. La extendió con sumo cuidado sobre la cama, una cáscara vacía que contenía los restos de la mejor experiencia de su vida, una experiencia que ya anhelaba repetir. Tomó la primera jeringa roja y, con un sentimiento que rayaba en el sacrilegio, le inyectó el contenido.

Observó, fascinado y con un nudo en el estómago, cómo el traje se inflaba lentamente, recuperando la forma tridimensional y el peso de un cuerpo humano. Dejó a su hermana, la verdadera Jennifer, durmiendo profundamente en su cama, completamente ajena al viaje vertiginoso que su identidad había emprendido sin ella, al robo de su esencia.

La semana siguiente fue un infierno gris, un purgatorio monótono. Volver a ser Edgar fue como pasar de una película en tecnicolor a una fotografía en blanco y negro, opaca y sin vida. La comida no tenía sabor, la música sonaba apagada, sus propios amigos le parecían aburridos y superficiales. Cada momento de su monótona existencia era una pálida e injusta imitación de la vida vibrante que había usurpado y de la cual había probado la dulzura. La risa de Jennifer resonando en el pasillo ya no le causaba una simple envidia, sino un profundo y corrosivo sentimiento de injusticia, un dolor punzante en el pecho.

«Esa debería ser mi vida», se repetía con furia mientras hacía sus deberes escolares, sintiendo cómo la ira se mezclaba con el deseo. «No es justo que ella lo tenga todo y yo nada». La idea se convirtió en un eco, un tamborileo constante y obsesivo en su cráneo, martilleando sin cesar: «Ser Jennifer... Ser Jennifer... Para siempre...».

Al final de esa tortuosa semana, la decisión estaba tomada, inquebrantable y final. No bastaba con un fin de semana. Quería la vida entera, la identidad completa, la existencia de Jennifer, irrevocablemente suya. Miró la caja de madera, donde reposaban las dos jeringas restantes, ominosas en su promesa: la segunda verde, para hacer el cambio eterno y definitivo, y la segunda roja, para borrar a Edgar de la faz de la tierra, de la memoria de todos, como si nunca hubiera existido. Un plan perfecto para el robo perfecto, el crimen de identidad definitivo.

Pero la oportunidad no llegaba. Pasó un fin de semana, y Jennifer tenía un viaje de trabajo a una convención. Pasó otro, y se quedó en casa de una amiga para una pijamada. Y un tercero, se fue a visitar a una tía. Se había vuelto un fantasma elusivo en su propia casa. Salía antes de que saliera el sol y regresaba en mitad de la noche, moviéndose con un sigilo que crispaba los nervios de Edgar, aumentando su desesperación. La impaciencia comenzó a roer su paciencia, convirtiendo su anhelo en una necesidad febril, una adicción incontrolable.

No podía esperar más. Una noche, sabiendo que ella no volvería hasta tarde, presa de una desesperación frenética, forzó con un alambre la cerradura del cuarto de su hermana. No buscaba robar nada, solo una pista. Un diario, una agenda, algo que le dijera dónde iba, qué hacía, cuándo podría encontrarla sola y vulnerable para el golpe final. Rebuscó en sus cajones con manos temblorosas, entre ropa interior de seda y recuerdos aparentemente sin importancia, hasta que en el fondo de uno encontró una pequeña caja de madera, cerrada con una diminuta llave. La forzó sin miramientos, la madera crujiendo bajo la presión.

Dentro no había cartas de amor ni joyas preciosas. Solo un sobre sellado con la letra de Jennifer. Dentro, una serie de fotografías. Edgar las miró con confusión, luego con creciente horror. Eran fotos de Jennifer, sí, pero no la Jennifer que él conocía. Estaba demacrada, con ojeras, y en algunas imágenes se veían sutiles moretones en sus brazos y piernas, los mismos que había notado en la piel cuando la había usado. No eran indicios de una vida perfecta, sino de algo oscuro y oculto.

Edgar, frustrado y sin respuestas tras rebuscar infructuosamente en el cuarto de Jennifer, con la imagen de las fotografías perturbándolo, sintió la impaciencia convertirse en una necesidad apremiante, casi dolorosa. Esa noche, esperó en la oscuridad de su propia habitación el regreso de su hermana. Las horas se arrastraron, marcadas por el tic-tac implacable del reloj en la pared. Pasadas las tres de la mañana, la oyó entrar en la casa, moviéndose con sigilo inusual. Esperó aún más, hasta que el silencio denotó que Jennifer se había dormido en su cama.

Con el corazón latiéndole salvajemente en el pecho, Edgar entró en el cuarto de su hermana. La luz de la luna que se filtraba por la ventana apenas iluminaba su figura dormida, vulnerable. Sin dudarlo, tomó la segunda jeringa verde y, con una determinación fría que le helaba la sangre, se la clavó en el brazo de Jennifer. Observó con una mezcla de horror fascinado y una satisfacción oscura cómo el cuerpo de Jennifer comenzaba a desinflarse, perdiendo volumen centímetro a centímetro, volviéndose la tela perfecta. Pero en su prisa y obcecación, su mente nublada por el deseo, no notó los sutiles moretones que ahora marcaban los brazos y las piernas de la piel que pronto vestiría, indicios silenciosos de una batalla, de un secreto que él desconocía por completo.

Cuando el proceso terminó y el traje de piel yacía inerte sobre la cama, Edgar se abalanzó sobre él con una rapidez y una desesperación inusitadas. Se deslizó dentro de la forma vacía, sintiendo la textura familiar, el calce perfecto, la esencia de Jennifer. A medida que terminaba de enfundarse en la piel de su hermana, esta comenzó a tomar su forma habitual, los contornos femeninos definiéndose con una naturalidad escalofriante. En un instante, Edgar ya no existía. Solo quedaba Jennifer, de pie en la penumbra, una usurpación total. No había vuelta atrás.

Con una resolución final, temblorosa pero inquebrantable, tomó la segunda jeringa roja. El líquido escarlata brilló a la luz de la luna, ominoso y hermoso, mientras se la inyectaba en el brazo. El dolor fue un latigazo agudo y abrasador que lo recorrió entero, quemando cada fibra de su ser, pero lo soportó con los dientes apretados, la mente fija en la promesa de la oblitaración de su antiguo yo. Al cesar la punzada, una extraña sensación de vacío, no solo físico sino existencial, lo invadió.

Fue a su propio cuarto, buscando un espejo donde contemplar su triunfo definitivo, el robo final de la identidad. Pero al abrir la puerta, el espacio familiar no estaba allí. En su lugar, encontró un cuarto oscuro, frío y desordenado, lleno de cajas apiladas y objetos olvidados, cubiertos de polvo. Su cama, su escritorio, sus videojuegos, sus trofeos… sus recuerdos. Todo había desaparecido, reemplazado por una atmósfera de abandono y de inexistencia.

En ese momento, mirándose en el reflejo de una ventana suplicante que le devolvía el rostro de Jennifer, comprendió la terrible extensión de su acto. No solo se había transformado en Jennifer de forma permanente. Al usar la segunda jeringa roja, había borrado su existencia por completo. Edgar ya no estaba. Nunca había estado. En ese mundo, en esa familia, en la mente de todos, Jennifer siempre había sido hija única. Suplantó no solo un cuerpo, sino toda una historia, toda una vida, toda una memoria colectiva. Y ahora, atrapado para siempre en la piel de su hermana, viviendo una mentira perfecta, debía enfrentarse a las consecuencias de un mundo que lo había olvidado por completo, y a los secretos ocultos de la vida de Jennifer que la "edición divina" había omitido. El verdadero horror apenas comenzaba.

(Continuará) 


La envidia de Edgar no era un simple susurro, sino una criatura viva y monstruosa que le roía el alma. Respiraba con un aliento fétido en el silencio sofocante de su cuarto, se alimentaba con crueldad sádica de cada risa cristalina que escuchaba provenir de la habitación contigua, donde su hermana, Jennifer, habitaba un mundo de luz. Crecía, insidiosa y obscena, con cada historia que Jennifer contaba sobre sus amigos, sus infinitos logros y la aparente facilidad con la que la vida le sonreía, despreocupada. Edgar, sombrío y resentido, anhelaba con una desesperación oscura esa existencia resplandeciente. «Ser ella, aunque fuera por un día, sentir lo que ella siente, vivir lo que ella vive», se repetía como un mantra oscuro, una plegaria retorcida a un dios que no sabía que estaba escuchando, pero que, aparentemente, tenía planes macabros para él.

Y un día, ese dios, o una entidad mucho más perversa, le respondió.

Apareció como una sombra alargada y premonitoria, recortada contra el sol poniente, justo cuando Edgar salía de la escuela. No era un hombre común; su rostro estaba tallado por la malicia de siglos, cada arruga un surco de antiguas maquinaciones, con ojos que parecían conocer el secreto más abyecto y retorcido del alma de Edgar, desnuda ante su mirada. Una voz, que sonaba como grava arrastrándose sobre el cemento, áspera y antigua, siseó: «Yo sé cuál es tu mayor deseo. El que carcome tu alma y consume tus días. El que te hace desear ser… otro». El hombre extendió una caja de madera vieja, cuyo terciopelo raído parecía susurrar historias de pactos olvidados y almas perdidas, y un documento enrollado, sellado con un emblema que vibraba con una energía extraña, casi maligna. «Firma aquí, joven Edgar, y el contenido de esta caja es tuyo. Todo lo que anhelas, al alcance de tu mano, sin preguntas, sin arrepentimientos. Solo… una pequeña transacción».

Por alguna razón, en la mente de Edgar no hubo la menor alarma. No hubo miedo, ni siquiera la más mínima duda de que fuera una trampa. Solo una extraña e inquebrantable certeza, como si ese momento hubiera estado predestinado desde el inicio de los tiempos, un destino al que no podía escapar. Una fuerza, ajena a su propia voluntad, guiaba su mano temblorosa hacia el pergamino. El pacto estaba sellado con una rapidez aterradora. Un escalofrío helado, que no era del frío exterior sino de un contacto con lo antinatural, recorrió su espina dorsal, pero él apenas lo notó, cegado por la cegadora promesa de una vida diferente.

Dentro de la caja, sobre un lecho de terciopelo desgastado que parecía haber absorbido la miseria de mil almas, cuatro jeringas reposaban con una maligna inocencia, sus agujas brillando bajo la tenue luz. Dos eran de un verde enfermizo, del color de la bilis; dos de un rojo vibrante y premonitorio, como sangre fresca. Las instrucciones, grabadas con una caligrafía serpentina y ancestral en la tapa interior de la caja, eran terriblemente claras y, al mismo tiempo, seductoramente tentadoras, un mapa directo a la perdición. La primera jeringa verde, leía Edgar con una avidez febril y un corazón martilleando, "convertía a una persona en un traje de piel, un cascarón vacío y moldeable que podías vestir para convertirte en ella, para habitar su existencia, para robar su ser, su esencia misma". La primera roja, "la devolvía a la normalidad, borrando su memoria del suceso, un reseteo cruel y conveniente". La segunda jeringa verde, "usada en la misma persona, hacía el cambio permanente, una obliteración irreversible del yo original, una fusión total con la piel". Y la segunda roja… esa, Edgar sintió un escalofrío que, por primera vez, no fue de emoción, sino de un terror primitivo que le heló la sangre, "era para que el usuario original desapareciera por completo del mundo y de todos los recuerdos de quienes lo conocieron. El borrado definitivo. La aniquilación de la existencia. Una pizarra en blanco donde solo quedarías tú".

Edgar no pensó en las consecuencias monumentales de tal poder, ni en el hombre sombrío que se desvaneció tan rápido como apareció, ni en el contrato infernal que acababa de firmar con su sangre o su alma. Su mente, singularmente enfocada, obsesionada hasta el tuétano, solo pronunció un nombre, un nombre que resonó como un gong ensordecedor en su cabeza, sellando su destino y el de su hermana: Jennifer.

El plan de Edgar había sido meticuloso, casi diabólico en su simpleza y audacia. Una llamada estratégicamente cronometrada de su mejor amigo a sus padres, una mentira bien ensayada sobre un ineludible proyecto de biología que los mantendría ocupados todo el fin de semana en la remota casa de campo de su familia, y listo. Tenía 48 horas de libertad absoluta antes de que su «yo» original fuera siquiera extrañado. Nadie buscaría a Edgar. Nadie, excepto su propia sombra persistente.

Esperó al anochecer, al momento en que la casa se sumía en una calma expectante, un silencio casi cómplice, un lienzo perfecto para su oscura obra. Jennifer estaba en su cuarto, de espaldas a la puerta, ajena, inmersa en su burbuja de melodías con sus auriculares. Cuando Edgar entró sin tocar, una sombra invadiendo su santuario personal, ella se giró con la visible molestia de la intrusión.

«¿Qué haces aquí? ¡Largo de mi cuarto, Edgar!», le espetó, su voz vibrante de irritación adolescente, sin una pizca de la dulzura que él tanto envidiaba.

Pero la mirada de Edgar era vacía, la de un depredador que, después de una larga cacería, finalmente ha localizado a su presa. Su rostro era una máscara de determinación fría. No le importaron sus gritos ni su enfado. No le importó su familiaridad. Solo vio la oportunidad. Se abalanzó sobre ella con una fuerza y una determinación febril que no sabía que poseía. La lucha fue breve y torpe, un forcejeo desigual de carne contra una voluntad abrumadora. Un pinchazo agudo en su brazo. Los ojos de Jennifer se abrieron con una sorpresa atónita, luego un miedo primitivo y desgarrador antes de volverse vidriosos, su mirada perdiéndose en el vacío. Y entonces, comenzó el horror, lento y grotesco, ante los ojos atónitos de Edgar.

En menos de un minuto, el cuerpo vibrante de su hermana perdió su solidez. No fue un desvanecimiento, sino una implosión silenciosa, un derrumbe sobre sí mismo. Se desinfló como un globo pinchado, su piel tersa y cálida convirtiéndose en una tela extraña, flexible, sin costuras, sin huesos, sin resistencia. Una réplica perfecta de sí misma, cada curva y cada detalle familiar, pero horriblemente hueca. Un traje. Su traje de piel. Un escalofrío de repulsión y una excitación mórbida recorrieron a Edgar al ver esa cáscara abandonada.

Sin dudarlo un instante, con una mezcla de pánico y una excitación mórbida que le aceleraba el pulso, Edgar comenzó a vestirse con ella.

Fue una experiencia que trascendió lo físico, un terror psicológico que borraba las fronteras de la identidad. Al deslizar sus piernas temblorosas dentro de las de Jennifer, un torrente incontrolable de sensaciones y recuerdos ajenos lo inundó. No eran solo imágenes; eran sentimientos viscerales, memorias sensoriales. Sintió el cansancio punzante en los gemelos después de una práctica extenuante de voleibol, la sensación familiar y cómoda de sus sandalias favoritas en un día de verano sofocante, el modo exacto en que Jennifer cruzaba las piernas al sentarse, un hábito inconsciente que ahora era suyo. Su propia postura se contorsionó, adaptándose a una nueva feminidad.

Al ajustarse el torso, sus hombros se curvaron con una gracia que nunca había poseído. Sintió el eco del abrazo cálido y familiar de su mejor amiga, la opresión del peso de su mochila sobre los hombros, el modo exacto en que su corazón se aceleraba, con una emoción ajena pero abrumadora, al ver al chico que le gustaba. Con cada segundo que pasaba, los propios recuerdos de Edgar se desvanecían, se diluían como tinta en el agua, ahogados por la abrumadora marea de la vida de Jennifer que se apoderaba de su mente. Ya no era Edgar vistiéndose de su hermana. Era Jennifer reensamblándose sobre un núcleo extraño y ajeno, un impostor usurpando su lugar, fundiéndose con su esencia. Ahora, con una certeza espeluznante, sabía cuál era su champú favorito, la contraseña de su teléfono, el miedo irracional que le daban las arañas. Todos los detalles íntimos de la vida de Jennifer se volvían suyos, en una absorción total.

De vuelta en la penumbra del cuarto de Jennifer, con el cuerpo de ella ya puesto como una segunda piel, sostuvo el rostro inerte en sus manos. Era el último paso, la pieza final del rompecabezas de su nueva existencia. Con un último suspiro que fue mitad suyo y mitad de ella, se lo ajustó sobre la cabeza. Hubo un suave «clic» neumático, un ajuste perfecto, y el mundo se reescribió por completo.

Los recuerdos de Jennifer no llegaron, se derramaron, inundándolo todo con una cascada de luz y sonido. Pero era una versión corrupta, una mentira hermosa y peligrosa. Como si un editor divino hubiera eliminado todas las escenas malas y dolorosas, solo recordaba los momentos dorados, los picos de euforia. No había rastro de sus angustias laborales, de las discusiones triviales con sus padres, de sus inseguridades frente al espejo que antes la atormentaban. Solo recordaba la euforia embriagadora de las buenas notas, la calidez envolvente de los abrazos de sus amigas, los halagos sinceros de sus jefes en su trabajo de medio tiempo y la sensación triunfante de saberse atractiva, deseada, admirada.

Se miró en el espejo de cuerpo completo. Vio a la mujer de la imagen: hermosa, segura, radiante. Una mujer con el cabello castaño brillante, aretes grandes que enmarcaban su rostro, y joyas delicadas que resaltaban su cuello y muñecas. Una mujer cuya vida parecía ser una sucesión interminable de victorias y momentos felices, sin una sola nube en el horizonte. La sorpresa en su propio reflejo era palpable, y un rubor cubrió sus mejillas.

«¡Qué hermosa debe ser la vida de mi hermana!», pensó, sintiendo una alegría efervescente que le hacía cosquillas en el estómago, un placer puro y egoísta. «¡Esto lo voy a disfrutar!».

Con una confianza que le era completamente nueva pero que se sentía innata, como si siempre hubiera sido parte de él, se movió por la habitación. Abrió el armario de Jennifer y, guiado por los gustos y recuerdos de ella, eligió un conjunto que gritaba «noche de fiesta»: una falda corta y coqueta que apenas cubría sus muslos, una blusa elegante con cuello en V que realzaba su nuevo busto, y tacones que estilizaban sus nuevas y largas piernas con una sensualidad desconocida. Se maquilló usando la memoria muscular de Jennifer, y el resultado fue impecable, un arte que su antiguo yo jamás habría dominado.

Tomó el celular de la mesita de noche y marcó un número que su mente ahora reconocía instintivamente como el de su mejor amiga, Sofi.

«¿Aló, Sofi? ¡Ponte guapa, que nos vamos de fiesta!», dijo con la voz melódica y cantarina de su hermana, una voz que se sentía tan natural como la suya propia. Hubo una pausa al otro lado de la línea, una pregunta perpleja sobre la súbita invitación. Edgar, o la entidad que ahora era, rio, una risa femenina y despreocupada. «¿Que qué celebramos? ¡La vida, tonta! No hay pretexto, ¡solo la vida! ¡Nos vemos en media hora!». El mundo estaba abierto, y la noche, prometía, era solo el comienzo.


El bar era un torbellino de luces de neón vibrantes, música pulsante que se metía bajo la piel y risas que se entrelazaban en una sinfonía de júbilo. Por primera vez, Edgar —ahora completamente Jennifer en mente y cuerpo— sostuvo un cóctel en su mano, la copa fría contra sus dedos delicados. El sabor dulce, afrutado y peligrosamente prohibido del alcohol fue una revelación, un estallido de sensaciones que nunca había experimentado. La suerte de los adultos, pensó con una sonrisa embriagada que se sentía extrañamente suya. Cantó en el karaoke con una voz que cautivó a la pequeña multitud, moviéndose con una gracia que surgía de lo más profundo de este nuevo ser, una fluidez que antes solo podía soñar. No había rastro de la torpeza de Edgar, solo la confianza y el encanto de Jennifer.

Más tarde, un chico apuesto, claramente atraído por el magnetismo y la alegría desenfrenada que «Jennifer» irradiaba esa noche, se le acercó, con una sonrisa que prometía. Conversaron, rieron, la química era palpable. Y cuando él se inclinó para besarla, ella no dudó ni por un segundo. En ese preciso instante, no había un Edgar analizando la situación, ni un rastro de su antigua personalidad. Solo estaba Jennifer, dando rienda suelta a una poderosa y embriagadora oleada de sentimientos femeninos recién descubiertos, disfrutando del momento sin reservas, sin pasado, sin culpas, sumergida en la dulce ilusión de su nueva identidad. El bar, los amigos, los hombres y mujeres a su alrededor, todo era parte de esta nueva y excitante realidad.

La noche era joven, y la hermosa mentira que era ahora su vida era demasiado perfecta como para cuestionarla.

El fin de semana fue un sueño febril de colores intensos, sonidos vibrantes y una felicidad tan profunda que parecía irreal, casi sacada de una fantasía. Pero como todos los sueños, tuvo que terminar. El domingo por la noche, con el corazón pesado y unas manos que se sentían torpes y ajenas de repente, Edgar se quitó la piel de Jennifer. La extendió con sumo cuidado sobre la cama, una cáscara vacía que contenía los restos de la mejor experiencia de su vida, una experiencia que ya anhelaba repetir. Tomó la primera jeringa roja y, con un sentimiento que rayaba en el sacrilegio, le inyectó el contenido.

Observó, fascinado y con un nudo en el estómago, cómo el traje se inflaba lentamente, recuperando la forma tridimensional y el peso de un cuerpo humano. Dejó a su hermana, la verdadera Jennifer, durmiendo profundamente en su cama, completamente ajena al viaje vertiginoso que su identidad había emprendido sin ella, al robo de su esencia.

La semana siguiente fue un infierno gris, un purgatorio monótono. Volver a ser Edgar fue como pasar de una película en tecnicolor a una fotografía en blanco y negro, opaca y sin vida. La comida no tenía sabor, la música sonaba apagada, sus propios amigos le parecían aburridos y superficiales. Cada momento de su monótona existencia era una pálida e injusta imitación de la vida vibrante que había usurpado y de la cual había probado la dulzura. La risa de Jennifer resonando en el pasillo ya no le causaba una simple envidia, sino un profundo y corrosivo sentimiento de injusticia, un dolor punzante en el pecho.

«Esa debería ser mi vida», se repetía con furia mientras hacía sus deberes escolares, sintiendo cómo la ira se mezclaba con el deseo. «No es justo que ella lo tenga todo y yo nada». La idea se convirtió en un eco, un tamborileo constante y obsesivo en su cráneo, martilleando sin cesar: «Ser Jennifer... Ser Jennifer... Para siempre...».

Al final de esa tortuosa semana, la decisión estaba tomada, inquebrantable y final. No bastaba con un fin de semana. Quería la vida entera, la identidad completa, la existencia de Jennifer, irrevocablemente suya. Miró la caja de madera, donde reposaban las dos jeringas restantes, ominosas en su promesa: la segunda verde, para hacer el cambio eterno y definitivo, y la segunda roja, para borrar a Edgar de la faz de la tierra, de la memoria de todos, como si nunca hubiera existido. Un plan perfecto para el robo perfecto, el crimen de identidad definitivo.

Pero la oportunidad no llegaba. Pasó un fin de semana, y Jennifer tenía un viaje de trabajo a una convención. Pasó otro, y se quedó en casa de una amiga para una pijamada. Y un tercero, se fue a visitar a una tía. Se había vuelto un fantasma elusivo en su propia casa. Salía antes de que saliera el sol y regresaba en mitad de la noche, moviéndose con un sigilo que crispaba los nervios de Edgar, aumentando su desesperación. La impaciencia comenzó a roer su paciencia, convirtiendo su anhelo en una necesidad febril, una adicción incontrolable.

No podía esperar más. Una noche, sabiendo que ella no volvería hasta tarde, presa de una desesperación frenética, forzó con un alambre la cerradura del cuarto de su hermana. No buscaba robar nada, solo una pista. Un diario, una agenda, algo que le dijera dónde iba, qué hacía, cuándo podría encontrarla sola y vulnerable para el golpe final. Rebuscó en sus cajones con manos temblorosas, entre ropa interior de seda y recuerdos aparentemente sin importancia, hasta que en el fondo de uno encontró una pequeña caja de madera, cerrada con una diminuta llave. La forzó sin miramientos, la madera crujiendo bajo la presión.

Dentro no había cartas de amor ni joyas preciosas. Solo un sobre sellado con la letra de Jennifer. Dentro, una serie de fotografías. Edgar las miró con confusión, luego con creciente horror. Eran fotos de Jennifer, sí, pero no la Jennifer que él conocía. Estaba demacrada, con ojeras, y en algunas imágenes se veían sutiles moretones en sus brazos y piernas, los mismos que había notado en la piel cuando la había usado. No eran indicios de una vida perfecta, sino de algo oscuro y oculto.

Edgar, frustrado y sin respuestas tras rebuscar infructuosamente en el cuarto de Jennifer, con la imagen de las fotografías perturbándolo, sintió la impaciencia convertirse en una necesidad apremiante, casi dolorosa. Esa noche, esperó en la oscuridad de su propia habitación el regreso de su hermana. Las horas se arrastraron, marcadas por el tic-tac implacable del reloj en la pared. Pasadas las tres de la mañana, la oyó entrar en la casa, moviéndose con sigilo inusual. Esperó aún más, hasta que el silencio denotó que Jennifer se había dormido en su cama.

Con el corazón latiéndole salvajemente en el pecho, Edgar entró en el cuarto de su hermana. La luz de la luna que se filtraba por la ventana apenas iluminaba su figura dormida, vulnerable. Sin dudarlo, tomó la segunda jeringa verde y, con una determinación fría que le helaba la sangre, se la clavó en el brazo de Jennifer. Observó con una mezcla de horror fascinado y una satisfacción oscura cómo el cuerpo de Jennifer comenzaba a desinflarse, perdiendo volumen centímetro a centímetro, volviéndose la tela perfecta. Pero en su prisa y obcecación, su mente nublada por el deseo, no notó los sutiles moretones que ahora marcaban los brazos y las piernas de la piel que pronto vestiría, indicios silenciosos de una batalla, de un secreto que él desconocía por completo.

Cuando el proceso terminó y el traje de piel yacía inerte sobre la cama, Edgar se abalanzó sobre él con una rapidez y una desesperación inusitadas. Se deslizó dentro de la forma vacía, sintiendo la textura familiar, el calce perfecto, la esencia de Jennifer. A medida que terminaba de enfundarse en la piel de su hermana, esta comenzó a tomar su forma habitual, los contornos femeninos definiéndose con una naturalidad escalofriante. En un instante, Edgar ya no existía. Solo quedaba Jennifer, de pie en la penumbra, una usurpación total. No había vuelta atrás.

Con una resolución final, temblorosa pero inquebrantable, tomó la segunda jeringa roja. El líquido escarlata brilló a la luz de la luna, ominoso y hermoso, mientras se la inyectaba en el brazo. El dolor fue un latigazo agudo y abrasador que lo recorrió entero, quemando cada fibra de su ser, pero lo soportó con los dientes apretados, la mente fija en la promesa de la oblitaración de su antiguo yo. Al cesar la punzada, una extraña sensación de vacío, no solo físico sino existencial, lo invadió.

Fue a su propio cuarto, buscando un espejo donde contemplar su triunfo definitivo, el robo final de la identidad. Pero al abrir la puerta, el espacio familiar no estaba allí. En su lugar, encontró un cuarto oscuro, frío y desordenado, lleno de cajas apiladas y objetos olvidados, cubiertos de polvo. Su cama, su escritorio, sus videojuegos, sus trofeos… sus recuerdos. Todo había desaparecido, reemplazado por una atmósfera de abandono y de inexistencia.

En ese momento, mirándose en el reflejo de una ventana suplicante que le devolvía el rostro de Jennifer, comprendió la terrible extensión de su acto. No solo se había transformado en Jennifer de forma permanente. Al usar la segunda jeringa roja, había borrado su existencia por completo. Edgar ya no estaba. Nunca había estado. En ese mundo, en esa familia, en la mente de todos, Jennifer siempre había sido hija única. Suplantó no solo un cuerpo, sino toda una historia, toda una vida, toda una memoria colectiva. Y ahora, atrapado para siempre en la piel de su hermana, viviendo una mentira perfecta, debía enfrentarse a las consecuencias de un mundo que lo había olvidado por completo, y a los secretos ocultos de la vida de Jennifer que la "edición divina" había omitido. El verdadero horror apenas comenzaba.

(Continuará)

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