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martes, 12 de agosto de 2025

Otras Tres historiad de Eduard Elric (Full Metal Alchemist)



El primer pensamiento de Edward no fue una palabra, sino una sensación: orden. Una calma y una disciplina que le eran tan ajenas como el peso de un cuerpo que no era el suyo. Abrió los ojos y la luz no hirió su mirada; en su lugar, sus pupilas se ajustaron con una eficiencia mecánica. Estaba en una habitación que conocía, el cuartel de Central, pero la perspectiva era distinta. Era más alto. El uniforme azul del ejército se sentía… correcto. Demasiado correcto.

Sus manos se movieron por su cuenta. Antes de que su mente, la mente de Edward Elric, pudiera procesarlo, ya había desensamblado, limpiado y vuelto a ensamblar una pistola sobre el escritorio con una velocidad y precisión aterradoras. Sus dedos, largos y diestros, parecían tener una memoria propia, una que no implicaba aplaudir para transmutar.

El pánico comenzó a burbujear en su interior. Quería gritar, patear la mesa y exigir respuestas. ¿Qué clase de alquimia inversa era esta? Pero el cuerpo se levantó con una fluidez serena, se ajustó el uniforme y caminó hacia la puerta. El cuerpo de Riza Hawkeye no conocía el pánico; solo conocía el deber.

Afuera, en el pasillo, se cruzó con el Coronel Mustang. Antes de que Ed pudiera pensar en lanzarle una de sus habituales pullas, su brazo se alzó en un saludo impecable, su espalda se irguió perfectamente recta y su mirada se mantuvo fija y respetuosa.

«Teniente», dijo Mustang, asintiendo. «La necesito en el campo de tiro en diez minutos».

«Sí, señor», respondió una voz calmada y femenina. Su voz. La voz de Riza.

Edward estaba gritando por dentro, un prisionero en un templo de disciplina militar. Durante las primeras horas, fue un infierno. Su cuerpo obedecía órdenes con una precisión infalible, su mente analizaba patrones de disparo, su postura nunca flaqueaba. Era como ver una película protagonizada por otra persona.

Pero la voluntad de Acero no se rinde fácilmente. Mientras el cuerpo de Riza montaba guardia fuera del despacho del Coronel, Edward luchó. Se concentró con toda la terquedad que lo caracterizaba. Luchó contra el impulso de permanecer inmóvil y logró que un dedo de su guante tamborileara sobre su muslo. Fue un pequeño, casi imperceptible, acto de impaciencia. Su victoria. Fue la señal que necesitaba: seguía ahí, atrapado, pero vivo.

Poco a poco, fue ganando terreno. Logró desviar la mirada vigilante del cuerpo por un segundo para observar una nube. Consiguió que sus pensamientos no fueran solo sobre la seguridad del Coronel, sino sobre su propia situación: ¿dónde estaba Al? ¿Y dónde estaba ella, Riza?

Fue entonces cuando se vio en el reflejo de una ventana. Vio su propio rostro, sus ojos dorados, su trenza rubia. Pero estaba en el cuerpo de Riza. El corazón se le detuvo. Pero justo en ese momento, el Teniente Havoc pasó a su lado.

«Buenos días, Teniente Hawkeye», dijo con una sonrisa. «Se ve tan seria como siempre».

Havoc le habló a su cara, a la cara de Edward Elric, y solo vio a Riza. Nadie notaba la diferencia. Una extraña magia protectora, o quizá una maldición, los envolvía. El mundo los veía como siempre habían sido, a pesar de que sus almas estuvieran en la prisión equivocada.

Fue un alivio y un horror al mismo tiempo. Y en ese instante, Ed tomó una decisión. Luchar contra los instintos de este cuerpo todo el tiempo sería un suicidio social. Si la Teniente Hawkeye, el epítome de la compostura, de repente desarrollaba un mal genio, se quejaba de su estatura y odiaba la leche, levantarían sospechas mortales.

No, la mejor estrategia era ceder. Dejar que el cuerpo hiciera lo que sabía hacer, que la disciplina de Riza fuera su camuflaje. Él, desde adentro, sería un fantasma en la máquina, observando, aprendiendo y esperando su oportunidad.

Mientras permanecía en posición de firmes, con la mirada perdida en el horizonte de Central, su mente voló hacia su propio cuerpo. ¿Estaría Riza en algún lugar, lidiando con su temperamento explosivo, con la frustración de su automail? ¿O estaría su cuerpo, terco e impulsivo, obligándola a actuar como un completo idiota ante Alphonse?

Un escalofrío recorrió la espalda de Riza, una espalda que ahora era suya. Solo el tiempo diría si ella, la tiradora experta conocida como el Ojo de Halcón, lograría domar el espíritu indomable del Alquimista de Acero. Por ahora, su única misión era sobrevivir.




El despertar fue un estallido de movimiento. No hubo calma, no hubo una transición suave, solo el silbido del viento y el vértigo. Un pie de acero se enganchó en el borde de un techo de hojalata, y un cuerpo increíblemente ligero, impulsado por una voluntad ajena, se lanzó al vacío. Por un instante, Edward Elric no estaba cayendo; estaba volando sobre los caóticos callejones de Rush Valley.

Aterrizó con la agilidad de un gato, un impacto que su propio automail habría resentido, pero que este cuerpo asimiló con una gracia elástica. Sus piernas, dos obras maestras de la ingeniería construidas para la velocidad, no se detuvieron. Se movían con una memoria propia, llevándolo por atajos y pasadizos que él no conocía. Su mente, la del Alquimista de Acero, era un mero espectador en una carrera frenética.

De repente, entre la multitud del mercado, su mano se disparó como una serpiente hacia el bolsillo de un comerciante corpulento. El horror heló la sangre de Ed. Con un esfuerzo sobrehumano, con toda la fuerza de voluntad que pudo reunir, logró cerrar el puño justo antes de tocar la cartera ajena. El cuerpo de Paninya sabía robar. Y él, un Alquimista Estatal, tuvo que usar cada gramo de su ser para no convertirse en un ladrón.

Este cuerpo no conocía la disciplina de un soldado, sino los instintos de un superviviente. No respondía a órdenes, sino a oportunidades. Cada multitud era un escondite; cada tejado, una autopista. Edward se dio cuenta de que estaba atrapado en una máquina de evasión y picaresca.

La lucha interna fue brutal. Forzó a este cuerpo ágil a detenerse, a caminar en lugar de correr. Se obligó a pagar por un trozo de pan cuando cada fibra de su ser prestado le gritaba que lo tomara y desapareciera entre la gente. Cada pequeño acto de civilidad era una batalla ganada.

Fue en un taller lleno de grasa y el olor a metal caliente donde se encontró con el fantasma más doloroso de su vida anterior: Winry Rockbell.

«¡Paninya!», exclamó ella, limpiándose las manos en un trapo. «¡Qué sorpresa verte! Oye, esa pierna tuya suena un poco descalibrada. ¿Has estado forzándola de nuevo?».

Winry se arrodilló para examinar el automail, sus dedos expertos palpando las uniones. Luego levantó la vista hacia su cara. La cara de Edward. Pero sus ojos azules, esos ojos que lo conocían mejor que nadie, solo vieron a la chica ladrona de Rush Valley.

«Deberías dejar que le eche un vistazo. Puedo ajustarla en un momento», ofreció con su habitual entusiasmo por la mecánica.

Edward quería gritar. Quería sacudirla y decirle: «¡Winry, soy yo! ¡Ed!». Pero las palabras se atascaron en su garganta. Solo pudo emitir un gruñido evasivo y dar un paso atrás, un gesto que, afortunadamente, Winry interpretó como la típica desconfianza de Paninya. El alma le dolió más que cualquier herida física. Verla tan cerca y estar tan infinitamente lejos era una nueva forma de tortura.

Más tarde, solo en el taller que este cuerpo usaba como escondite, se quitó la pierna de automail para examinarla. Era una pieza brillante, ligera, diseñada para huir, no para luchar. Comprendió entonces que para sobrevivir aquí, no podía reprimir por completo los instintos de este cuerpo. Tenía que fusionarse con ellos. Usar la agilidad de Paninya como su arma y su propio intelecto como su guía.

Se convirtió en una contradicción andante: un genio de la alquimia con los reflejos de una ladrona de calle. Miró por la ventana el bullicio de Rush Valley y se preguntó por Paninya. ¿Estaría ella en su cuerpo más pesado y robusto, lidiando con los militares, anhelando la libertad de estos tejados?

Él era Acero, sí, pero ahora estaba montado sobre un chasis diferente, uno diseñado para la velocidad y el sigilo. Y su carrera para recuperar su vida, y su propio cuerpo, apenas acababa de comenzar.





El primer instinto al despertar ya no era pánico, sino una resignación agridulce y extrañamente doméstica. Edward abrió los ojos de Winry y lo primero que vio fue a sí mismo. Su propio rostro, dormido, con una expresión de paz que él rara vez lograba. A su lado, en su cuerpo, con su automail descansando inerte, dormía el alma de la mujer que amaba.

La mano de Winry, su mano ahora, se movió por sí sola hacia la mesita de noche. No para apagar el despertador, sino para recoger una pequeña llave inglesa que había quedado allí. El cuerpo de Winry quería trabajar. Siempre quería trabajar, sentía un impulso irrefrenable por arreglar, ajustar y mejorar. Ed tuvo que forzar los dedos a soltar la herramienta, una pequeña batalla que libraba cada mañana.

«Deja de intentar arreglar la cafetera y bébete el café», gruñó una voz áspera y familiar desde la cocina. Su voz. Winry, atrapada en el cuerpo de Edward, estaba de pie con los brazos cruzados en una imitación perfecta de su propia postura impaciente. Llevaba semanas practicando.

«Y tú deja de poner los pies sobre la mesa», respondió Ed con la voz melódica de Winry, «la madera se va a estropear, y sabes que odio tener que lijarla».

Habían desarrollado un lenguaje propio, una danza de personalidades. Habían logrado, con una fuerza mental que sorprendió a ambos, dominar los instintos más básicos del otro. Winry había aprendido a controlar la impulsividad de Ed, su tendencia a resolverlo todo con un puñetazo o una transmutación. Edward, por su parte, había aprendido a canalizar la necesidad de Winry de trabajar en algo productivo, aunque a veces se encontraba ordenando su caja de herramientas sin darse cuenta.

Pero ahora enfrentaban la prueba definitiva, una que ninguna alquimia podría resolver.

«La prueba del vestido es hoy», dijo Ed con la voz de Winry, y un escalofrío que no era del todo suyo recorrió su cuerpo.

Horas más tarde, se encontraba de pie sobre un pedestal, rodeado de espejos, mientras una modista le colocaba alfileres a un monstruoso vestido de encaje y seda blanca. «¡Estás absolutamente preciosa, Winry! ¡Pareces una princesa!», chilló la mujer. Edward sintió que las mejillas de Winry se sonrojaban por sí solas y que las lágrimas de pura emoción amenazaban con brotar de sus ojos. Tuvo que concentrarse en el Principio de Intercambio Equivalente para no salir corriendo de allí.

Al otro lado de la ciudad, Winry soportaba las bromas y las palmadas en la espalda de Alphonse mientras se probaba un traje de novio. Sintió el impulso del cuerpo de Ed de quejarse de que estaba demasiado apretado, de que era una formalidad estúpida. Pero su mente, la de una mecánica que aprecia la artesanía, admiraba en silencio la calidad de las costuras y el corte de la tela. Logró esbozar la sonrisa torcida de Ed y dijo: «Supongo que está bien». Al casi llora de la emoción al ver a su hermano tan "maduro".

Esa noche, el silencio en su habitación era denso. La boda era en tres días.

«¿Cómo vamos a hacerlo, Winry?», susurró Ed, usando el cuerpo y la voz de ella para expresar su propio terror.

Winry, desde el cuerpo de él, se acercó y le tomó las manos. Las manos de ella. Fue un cortocircuito en el cerebro. «Como siempre lo hemos hecho, Ed», respondió con una determinación en la voz de él que era de ambos. «Juntos. Yo seré tú, y tú serás yo. Diremos "sí, acepto", y lo diremos de verdad».

La idea del beso, de intercambiar votos con sus propias bocas pero con el alma del otro mirándolos desde el otro lado del altar, era un abismo de terror y de una extraña e inquebrantable intimidad.

Nadie se daría cuenta. El mundo solo vería a Edward Elric casándose con Winry Rockbell. Pero ellos sabrían la verdad. Que estaban cometiendo el acto de unión más profundo y literal que nadie podría haber imaginado, prometiéndose amor eterno mientras ya habían intercambiado todo lo demás. Era la prueba final de su alquimia, la transmutación definitiva de dos almas en una sola vida. Y estaban aterrados. Y estaban listos.


FIN
Mañana otra versión mas cruda

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