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sábado, 23 de agosto de 2025

El Pacto Satánico 3

 


En el instante en que el cuarto de Edgar se desvaneció en una bodega polvorienta, la verdadera vida de Jeniffer se estrelló contra él. Esta vez no hubo un editor divino que seleccionara los mejores momentos. Esta vez, al convertirse en ella de forma permanente, recibió la totalidad del paquete: lo bueno, lo malo y lo francamente aterrador.

La verdad fue una avalancha. Por cada recuerdo de una fiesta glamurosa, ahora sentía la memoria de la resaca agónica de la mañana siguiente, el temblor incontrolable en las manos y la necesidad desesperada de una dosis para poder funcionar. Por cada beso apasionado de Marco, su novio, ahora sentía el eco de su voz fría y cortante exigiéndole dinero, la punzada de miedo puro al ver su nombre iluminando la pantalla del celular.

La «vida maravillosa» de Jeniffer era una fachada. Una actuación desesperada financiada por las drogas. Su novio, Marco, no era su compañero, era su parásito. Las memorias, ahora suyas, le mostraron con una claridad brutal cómo él la había introducido en ese mundo, primero como un «juego para desinhibirse», luego como una necesidad para «mantener el ritmo» en su exigente trabajo. Un trabajo que ella odiaba, pero que necesitaba para pagar el vicio de ambos.

«No», pensó con la última chispa de la voluntad de Edgar que aún quedaba. «Esto se acaba aquí y ahora. Romperé con Marco. Tiraré esta basura y empezaré de cero».

Con una resolución que no sentía desde que era él mismo, se dirigió al baño, dispuesto a vaciar los frascos y las bolsas ocultas en el botiquín. Pero al momento de abrir el frasco, un dolor cósmico, una barrera invisible y aplastante, le atenazó la mente y el cuerpo. Las palabras del contrato que firmó con aquel hombre de rostro malicioso resonaron en su cabeza como una sentencia: «Al desaparecer tu ser y tomar la vida de tu hermana, ahora tienes que vivirla... y aunque tienes cierto grado de libertad, lo más importante de la vida de Jeniffer tiene que pasar».

Comprendió con un horror que le heló la sangre. Podía elegir qué ropa ponerse, qué película ver, a qué amiga llamar. Pero no podía derribar los pilares podridos sobre los que se sostenía la existencia de Jeniffer. No podía deshacerse del novio. No podía dejar las drogas. Era un nuevo actor, sí, pero el guion ya estaba escrito.

El teléfono sonó. Era Marco. Su voz era un cuchillo afilado, exigiendo, amenazando. Necesitaba más. Ahora.

El encuentro fue en un callejón sórdido, bañado por la luz intermitente de un neón. Él era una silueta de ira contenida; ella, o más bien él, había fallado. El dinero que había conseguido no era suficiente.

Las lágrimas que brotaron de los ojos de Jeniffer eran reales, el pánico que sentía era suyo, una emoción heredada y terriblemente fresca. Apoyó una mano temblorosa en el pecho de Marco, un gesto de súplica desesperada.

«¡Te he dado todo lo que tengo!», gritó con la voz rota y temblorosa de su hermana. «¡Por favor, perdóname!».

Marco se zafó con un gesto brusco y se fue, dejándola temblando sola en el callejón. Fue en ese momento de humillación y abandono que Edgar lo entendió todo. No había robado un paraíso; había heredado una condena. La envidia que lo había consumido era por un fantasma, una ilusión. Y ahora, el contrato lo obligaba a mantener vivo a ese fantasma, a sufrir sus tormentos y a pagar sus deudas.

Se había convertido en Jeniffer, sí. Pero no en la Jeniffer que él creía conocer, sino en la verdadera: una prisionera. Y él era su nuevo carcelero y, a la vez, su compañero de celda. Para siempre.



El grito resonó en el callejón, pero fue un grito silencioso, un aullido del alma atrapada de Edgar que se estrelló contra las paredes de su nueva prisión carnal. «¡QUIERO VOLVER A SER EDGAR!». Fue un acto de rebelión inútil, el último espasmo de una identidad que se negaba a morir del todo, una súplica lanzada a un universo que ya había dictado su sentencia.

En ese instante de pura y absoluta desesperación, el contrato vibró en lo más profundo de su ser. Sintió una compulsión helada, una fuerza que lo obligaba a ponerse en pie. El guion aún no había terminado; quedaba una última escena por representar en la tragedia de Jennifer. Sus piernas, movidas por una voluntad ajena, lo llevaron fuera del callejón, de vuelta a la noche. De vuelta hacia Marco.

Lo encontró en su apartamento, el aire viciado por el humo y la apatía. Al ver el rostro de Jennifer descompuesto por la angustia, Marco no mostró compasión, solo irritación.

—¿Otra vez tú? ¿No te cansas de llorar? —espetó.

La voz de Jennifer, quebrada por el alma de Edgar, suplicó una última vez. —No puedo más, Marco... no puedo...

Marco suspiró, harto. Se acercó a un cajón y sacó una jeringa ya cargada con un líquido oscuro, mucho más potente que de costumbre.

—Anda, toma. Esto te calmará para siempre —dijo con una sonrisa cruel, ofreciéndole la "solución" final a sus problemas.

Edgar luchó. Su mente gritó ¡NO!, pero el contrato era una cadena de hierro. Vio con horror cómo su nuevo brazo, el brazo de Jennifer, se extendía por voluntad propia. Sintió el frío del metal, la punzada familiar de la aguja perforando la piel que tanto había codiciado.

Y entonces, el mundo se deshizo.

La última sensación en el cuerpo de Jennifer fue un fuego helado recorriendo sus venas, seguido de una oscuridad pacífica y absoluta. Y de repente, Edgar fue libre. Pero no de la forma que esperaba. Se vio a sí mismo, a su verdadera forma, flotando sobre el cuerpo inerte de su hermana en el suelo de aquel sórdido apartamento.

Una figura familiar se recortó contra una luz antinatural y rojiza que no provenía de ninguna lámpara. Era el hombre del pacto, su rostro tallado por la malicia de los siglos.

—El contrato se ha cumplido —siseó la voz de grava—. Viviste su vida hasta su inevitable final. Ahora, pagarás el precio por haber robado la tuya.

El suelo bajo Edgar desapareció, reemplazado por un abismo de fuego y ceniza. Sintió un tirón irresistible hacia abajo, un grito desgarrador brotando de su garganta mientras caía. Debajo de él se extendía un paisaje de pesadilla: un mar de almas en tormento, un horizonte erizado de lanzas y desesperación. Su envidia le había ganado un lugar entre ellos. Mientras se precipitaba hacia su condena eterna, comprendió la verdad final: había luchado tanto por poseer una vida que era un infierno, que no se dio cuenta de que estaba construyendo uno propio.



Pero del cuerpo sin vida no solo se había desprendido un alma. Una segunda luz, tenue y titilante, emergió con la suavidad de un suspiro. Era Jennifer. Su verdadera alma, que había sido una prisionera silenciosa, por fin estaba libre. Flotó por un instante, confundida, mirando el desastre de su vida terrenal. No había malicia en ella, solo un cansancio infinito y una tristeza profunda por una existencia que nunca tuvo la oportunidad de enderezar.

Una luz diferente, cálida y blanca como el amanecer, la envolvió. No hubo un juicio de fuego, sino una compasión infinita. Una voz que era todas las voces resonó en su esencia, no con palabras, sino con puro sentimiento: "Tu vida fue un camino de sufrimiento, desviado por la voluntad de otros y finalmente robado. Tu final no fue tuyo para elegirlo. Descansa, niña. Tu dolor ha terminado".

La tristeza se disolvió, reemplazada por una paz que nunca había conocido. Unas alas de luz pura brotaron de su espalda, y una aureola de estrellas se posó sobre su cabeza. Con una última mirada de perdón hacia el mundo que la había herido, ascendió. Se elevó por encima de la oscuridad, hacia un paraíso de serenidad, un hogar que su alma siempre había anhelado pero que nunca creyó merecer.

Así, los dos hermanos encontraron su destino final.

Edgar, que envidiaba la vida de su hermana creyendo que era el cielo, fue arrojado a un infierno a la medida de su pecado.



Y Jennifer, cuya vida se había convertido en un infierno, fue perdonada y elevada al cielo, encontrando en la muerte la paz que nunca tuvo en vida.




FIN

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