Ana de Armas estaba al límite. La alfombra roja, un río de terciopelo que en cualquier otro momento habría significado el clímax de su éxito, ahora se sentía como una soga apretada. Los flashes de las cámaras, destellos voraces que prometían la inmortalidad, eran puñaladas de luz que le robaban el aire. El peso de un collar de diamantes, un símbolo de su estatus, era una cadena helada alrededor de su cuello. Su publicista le gritó que sonriera, su estilista le ahuecó el cabello por enésima vez. Por fuera, se veía impecable, una diosa de porcelana. Por dentro, se estaba deshilachando, susurrando para sí misma: "A veces... solo desearía tener una vida normal".
En un instante, el mundo se silenció. Los gritos de la multitud, el rugido de los flashes, el calor sofocante de los focos... todo se desvaneció, como si alguien hubiera cortado la energía de la realidad. La alfombra de terciopelo se oscureció, y el brillo de sus pestañas, la perfección de su maquillaje, se apagaron en un abismo de quietud. El universo había escuchado, y había respondido de la manera más inesperada.
A tres kilómetros de allí, en un suburbio anodino de Nueva Jersey, Greg Patterman, de 48 años, un hombre que se aferraba a la calvicie y a una incipiente panza, estaba mordiendo su segunda chimichanga de la noche. Su camiseta, manchada con un orgulloso "El mejor papá del mundo", estaba casi tan arrugada como el control remoto del televisor que sostenía. Sentado en su sillón reclinable, el clímax de su día, sintió un mareo repentino, un vértigo que hizo que su mundo se inclinara. El control remoto se le resbaló de los dedos grasientos. El sillón crujió bajo la quietud de su cuerpo.
Y entonces, el universo cambió.
Ya no estaba en su casa. Estaba de pie sobre una alfombra roja, rodeado de un griterío ensordecedor y luces cegadoras. Lo más inquietante era que su cuerpo era más pequeño, más suave, con una delicadeza que le era completamente ajena. Su visión del mundo había cambiado: tacones más altos, un escote peligrosamente bajo. Sus manos, ahora frágiles y con uñas perfectamente pulidas, se dirigieron a su pecho en una mezcla de pánico y fascinación, luego a su rostro.
"¿Qué demonios...?"
Un flash de cámara lo impactó de lleno en la cara. Los paparazzi gritaron: "¡Ana! ¡Ana! ¡Por aquí!". Parpadeó, aturdido, y la verdad lo golpeó con la fuerza de un camión. Él estaba en el cuerpo de Ana de Armas.
Una sonrisa lenta y malvada comenzó a formarse en sus nuevos labios. "Oh-jo-jo. Ni hablar", susurró para sí mismo. La voz que salió era sensual, con acento, y no era la suya. Movió las caderas, una acción que le era ajena pero que el cuerpo de Ana ejecutó con una gracia innata. La multitud enloqueció. "Puedo con esto", dijo, y se mordió el labio nuevo. La risa silenciosa de la victoria sonaba en su mente, un eco de la libertad que había anhelado toda su vida.
Mientras tanto, en el sucio sofá de Greg, Ana, ahora atrapada en una prisión de carne flácida y olor a comida rancia, gritaba horrorizada. "¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?". Bajó la mirada y sintió arcadas. Un estómago enorme y flácido, pelo en lugares donde no debería haberlo. Una chimichanga a medio comer, un residuo de una vida que le parecía abyecta, rezumando sobre un muslo peludo. Se tambaleó hacia un espejo en el pasillo y vio la cara pálida y sorprendida de Greg mirándola. Las lágrimas brotaron de sus ojos, un torrente de desesperación. "¡No, no, NO! ¡¿Qué demonios es esto?!". En ese momento, un gato gordo y naranja, el Albóndiga de Greg, saltó a su regazo y empezó a hundir sus garras en su nueva barriga. El grito de Ana fue un lamento sordo, un grito que se perdió en la inmensidad del silencio.
De vuelta en la alfombra roja, Greg, en el cuerpo de Ana, disfrutó de cada segundo. Cuando le preguntaron por su próxima película, respondió con un guiño: "Digamos que me siento... experimental". Le lanzó un beso descuidado a la multitud que enloqueció, un beso que la verdadera Ana jamás habría dado.
Y a lo lejos, en el sofá sucio, Ana, ahora Greg, susurró entre lágrimas a nadie: "Me retracto". Pero ya era demasiado tarde. El cambio había sido completado, y dos destinos, uno glorioso y otro mundano, habían sido irrevocablemente alterados.
Greg, en el cuerpo de Ana de Armas, se adaptó con una cínica alegría. Para él, esta era la oportunidad de su vida, un escape de la monotonía de su existencia como un hombre simplón en un suburbio de Nueva Jersey. Se dedicó a vivir la fantasía con un abandono imprudente. Usaba la belleza de Ana para su propio beneficio, aceptando papeles en películas que la Ana original habría rechazado, asistiendo a fiestas ostentosas, y comprando ropa que a la verdadera Ana le habrían parecido un crimen contra la moda. Su acento, el de la cubana, era ahora una herramienta de seducción que usaba a la ligera. La disciplina de Ana, su dieta estricta, su rutina de ejercicio, todo fue olvidado en favor de la comida chatarra y las noches en vela. Los publicistas y directores de Ana, al principio desconcertados por su "nueva y espontánea" personalidad, pronto comenzaron a verla como un golpe de genialidad, una reinvención. Greg estaba en la cima del mundo, viviendo el sueño que nunca supo que tenía.
Mientras tanto, Ana, en el cuerpo de Greg Patterman, vivía una pesadilla silenciosa. La vida de Greg era un abismo de incomodidad y desesperación. La camiseta manchada de grasa, los calcetines sucios, el olor a comida chatarra impregnado en las paredes de la casa... cada detalle era una puñalada a su alma. Su cuerpo, el de Greg, era pesado, torpe, y el pelo que le salía de lugares extraños la hacía sentir repugnancia. No podía soportar la idea de ser el "mejor papá del mundo". Las responsabilidades de Greg, su trabajo en una ferretería, sus conversaciones sobre deportes con sus amigos, todo era ajeno. No tenía forma de explicar su situación. Cuando intentó hablar con la esposa de Greg, ella pensó que estaba "pasando por una crisis de la mediana edad". Su voz, la de Greg, era una prisión de sonido ronco que no podía expresar la angustia de su alma. La única compañía que tenía era el gato Albóndiga, que la miraba con una mirada de desconcierto.
El tiempo no trajo alivio, solo una adaptación dolorosa. Los recuerdos de Ana se mezclaban con los de Greg, creando una confusa amalgama de identidades. La disciplina de la actriz, su anhelo por el arte y la belleza, se desvanecía ante la resignación de una vida monótona. Ana, en el cuerpo de Greg, comenzó a perder la esperanza de un regreso. Se encontró a sí misma aceptando la vida de Patterman, el trabajo, las rutinas, la comida chatarra. Su "Me retracto" se convirtió en un murmullo lejano.
El final trágico llegó sin previo aviso. Greg, en el cuerpo de Ana de Armas, se encontraba en una sesión de fotos. Había engordado, había perdido la disciplina y el cuerpo de Ana, una vez perfecto, había comenzado a mostrar el descuido. La sesión de fotos no fue tan exitosa como las anteriores. Los publicistas estaban preocupados. Greg, harto de las críticas, decidió que necesitaba un "descanso". Se fue de fiesta esa noche, bebió en exceso, se enredó con gente peligrosa y, en un accidente en la carretera, su cuerpo, el de Ana de Armas, murió.
Al mismo tiempo y a unos de kilómetros de distancia, Ana, en el cuerpo de Greg, sintió un dolor agudo y repentino en el pecho. Su corazón, que ahora era el de un hombre de 48 años con problemas de peso, se detuvo. Murió en el sofá sucio de Greg, con una bolsa de patatas fritas en la mano, un final irónico y cruel.
La tragedia de este "gran cambio" no fue la muerte, sino la vida que se les impuso. Greg murió viviendo su sueño, pero con el cuerpo y la identidad de Ana, y su muerte fue la de Ana de Armas. Ana, la actriz, murió en un cuerpo que no era el suyo, en una vida que no le pertenecía, con un corazón que se había rendido. La noticia de la muerte de Ana de Armas fue un shock para el mundo. Pero nadie sabía la verdad: que la actriz había muerto en un sofá en Nueva Jersey, y que el hombre que había muerto en el coche era un hombre sin importancia que vivía una vida robada. La actriz que había deseado una vida normal murió sin ella, y el hombre que había deseado una vida glamorosa la vivió, pero no como él mismo, y también murió en ella. Fue un final tan trágico y tan irónico que solo el "gran cambio" podría haber orquestado.
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