Mario, el héroe del Reino Champiñón, estaba en su elemento. El aire de la arena vibraba con la energía de la batalla inminente. Ajustándose la gorra roja, se preparaba para el inevitable salto y el aplastamiento certero que lo caracterizaba. Un segundo, y la confianza fluía por sus venas, forjada en incontables rescates y batallas.
El "gran cambio" ocurrió sin aviso. Una explosión de luz pura, sin fuente aparente, lo envolvió por completo. No hubo tiempo para reaccionar. Cuando la luz se disipó, Mario parpadeó, y el mundo que lo rodeaba era ajeno. No era una arena de combate familiar, sino un campo de batalla en un reino de fantasía. Y su cuerpo... ya no era el suyo.
Una cascada de cabello largo y plateado se derramó sobre sus hombros. Sus manos, ahora finas y pálidas, se posaron sobre una armadura que se ajustaba a una figura con curvas pronunciadas. Miró hacia abajo y dejó escapar un jadeo ahogado. "¡M-Mama mia...!" Su voz era alta, melódica, y ajena. El peso en su pecho era una constante y perturbadora novedad.
Al mismo tiempo, a través de la brecha de la realidad, en el mundo de Mario, Corrin de Valla sintió el mismo cataclismo. Un destello de luz la engulló mientras se preparaba para un encuentro crucial. Cuando recobró la conciencia, estaba en una arena de combate, pero el entorno era extrañamente simple, casi infantil. Y su cuerpo...
Sentía el peso de un overol, la rigidez de un bigote en su labio superior. Sus manos, ahora enguantadas de blanco, se sentían más fuertes, pero también torpes y toscas. Su cabello plateado había desaparecido, reemplazado por un mechón de pelo castaño bajo una gorra roja. Miró a su alrededor, aturdida.
La incomunicación fue absoluta. El "gran cambio" había sido un evento de una sola vía, una transmutación irreversible que no dejó puentes entre los dos mundos. Ambos estaban solos, prisioneros de sus nuevos cuerpos y de los recuerdos ajenos que, para su horror, parecían estar disponibles en sus mentes.
Mario, en el cuerpo de Corrin, tuvo acceso a los recuerdos de su nueva vida: la lealtad de su familia, la espada Yato, el conflicto entre Hoshido y Nohr, la sangre de dragón que corría por sus venas. Pero los recuerdos eran como una película que veía, no como experiencias vividas. Los sentimientos de Corrin, su profundo amor por su familia y su lealtad, estaban ausentes. Mario solo sentía un vacío. Tuvo que aprender, a la fuerza, a blandir la espada Yato, a utilizar los vestigios del poder dragón. Se adaptó a las costumbres de un reino en guerra, a las intrigas políticas, a las relaciones familiares de Corrin, las cuales tenía que fingir para sobrevivir. Su voz, ahora la de Corrin, perdió su acento italiano. Su rostro, el de Corrin, se volvió inexpresivo, una máscara de estoicismo que ocultaba el pánico y la melancolía del plomero que había sido. La desesperación de Mario se manifestaba en la forma en que se movía, con una fluidez melancólica y una gracia que contrastaba con la firmeza del verdadero héroe. La ausencia de su bigote y gorra era un dolor constante, una herida abierta en su alma.
Al mismo tiempo, Corrin, en el cuerpo de Mario, tuvo que adaptarse a un mundo de colores vibrantes y peligros que le parecían absurdos. Sus recuerdos le proporcionaban el conocimiento para saltar, para lanzar bolas de fuego, para navegar por las tuberías, pero la emoción de las victorias de Mario y su amor por la Princesa Peach no estaban allí. Era una mente estratégica, un espíritu de guerrera, atrapado en un cuerpo que se pasaba el día saltando sobre tortugas. Se enfrentó a los Goombas y los Koopa Troopas con la misma seriedad que habría mostrado ante un ejército enemigo, pero en su interior sentía la falta de su espada y la adrenalina de una batalla real. Extrañaba la compañía de sus aliados, el peso de su armadura, la certeza de su propósito. La sonrisa de Mario, en su rostro, era una máscara que ocultaba su profunda tristeza. Para Luigi, ella era su hermano, pero los gestos de Corrin, su seriedad y su silencio la distanciaban. Era una extraña en un mundo que la consideraba un héroe.
Con el paso del tiempo, la esperanza de un retorno se desvaneció. Ninguno de los dos sabía lo que le había pasado al otro, ni había manera de averiguarlo. El olvido se convirtió en una forma de supervivencia. Mario, en el cuerpo de Corrin, se resignó a su destino. Su identidad original se desvaneció, no por elección, sino por la implacable marea de los recuerdos y la vida de Corrin. Dejó de ser Mario para convertirse en Corrin, un héroe de un reino de fantasía, un héroe sin alma. Su acento italiano se perdió en los vientos de los reinos en guerra, y su "Mama mia" se convirtió en un suspiro silencioso en la ventosa noche, una plegaria sin respuesta en un universo que ya no era el suyo.
Corrin, en el cuerpo de Mario, también se rindió. El mundo de setas y estrellas la consumió. Su memoria de su vida como princesa guerrera se volvió un sueño lejano, un eco. Adoptó la personalidad de Mario, su alegría forzada, su amor por la princesa, su amistad con Luigi. Se convirtió en el héroe del Reino Champiñón, pero con una melancolía que solo un alma atrapada en un cuerpo ajeno puede sentir.
Ambos, Mario y Corrin, se perdieron en la inmensidad de sus nuevas vidas, sus identidades originales borradas por la implacable realidad del "gran cambio". Se convirtieron en fantasmas de lo que una vez fueron, héroes que perdieron su identidad en un intercambio trágico e irreversible. Y sus mundos nunca lo supieron.
FIN
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