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domingo, 24 de agosto de 2025

El Gran Cambio de la Chica de Oro


 


No había nadie como Amy Winters en el cuerpo de policía. No solo en el sentido habitual, aunque era imposible no fijarse en su cabello rubio, sus ojos brillantes y una sonrisa que desarmaba hasta al sargento más gruñón. A sus veintitrés años, llevaba apenas un año en el departamento, pero en ese tiempo había logrado ganarse el corazón de todos con su combinación imposible de encanto y una compostura que no traicionaba su capacidad. Era una persona de esas "chicas de oro": amable, honesta, firme cuando era necesario, horneaba pasteles para los cumpleaños y se ofrecía como voluntaria para los turnos de noche. Y por muy ajustado que le quedara el uniforme, algo que muchos no pasaban desapercibido, se comportaba con una decencia que acallaba los peores comentarios antes de que se formaran.

La mañana había empezado como cualquier otra: café para la oficina, una sonrisa para el teniente y una patrulla con su compañero, Vince. Habían respondido a una llamada cerca de un paso subterráneo: un intruso acosando a una pareja en un coche aparcado. Lo que encontraron no era inusual, pero sí profundamente desagradable. Un hombre de unos treinta años, sin camisa a pesar del frío, con la mirada perdida y el rostro salpicado de tatuajes descoloridos, uno de ellos una araña torcida que le subía por el pómulo. Tenía la piel grasienta y sus labios, agrietados, murmuraban incoherencias.

Cuando se acercaron, el hombre, que se haría llamar Dean Myers, gritó tonterías. Vince lo esposó y Amy se mantuvo alerta, pero tranquila. Ese era su papel. Siempre la voz de la razón.

El incidente, sin embargo, tomó un giro siniestro en el pasillo de fichajes. Con Vince un poco más adelante, Dean se retorció entre las manos de Amy y extendió la suya, tocándola de una forma inequívocamente deliberada.

"Apuesto a que te mueres por estar inclinada sobre este escritorio, princesa", se burló.

A Amy se le rompió el control. La palma de su mano golpeó su mejilla.

"Di una palabra más", siseó, "y me aseguraré de que pierdas los dientes que te queden".

Él no se inmutó. Simplemente la miró, sonrió con los labios ensangrentados, y dijo algo que ella no entendió.

Pasaron las horas. Dean estaba encerrado en una celda, meciéndose y murmurando como un juguete de cuerda roto. Amy, de vuelta en la oficina, terminaba el papeleo, con las mangas remangadas y el largo cabello rubio recogido en una coleta. El sudor de la tarde, la tensión del momento, la hacían sentir incómoda en su propio uniforme.

Hizo una pausa en el informe. Algo andaba mal. Un zumbido, como estática, en sus oídos. Un destello de calor detrás de sus ojos. Su respiración se entrecortó.

Entonces... ¡Chasquido!

Pasó un momento. Luego dos. Amy parpadeó.

Su vista era... baja. El escritorio ya no estaba frente a ella. La oficina había desaparecido. Bajó la mirada. Pies sucios. Pantalones de prisión. Manos agrietadas. Tatuajes. Su pecho era plano. No había uniforme, solo sudor y suciedad. Sus manos temblaban. Se puso de pie con dificultad, sus piernas se sentían débiles, y la cabeza le daba vueltas. Se tocó la cara y sintió cicatrices, una barba incipiente y costras.

"¿Qué demonios...?", graznó. Pero no era su voz. Era áspera, masculina, hueca. Se tambaleó hacia los barrotes de una celda.

Al otro lado del pasillo, sentada en el escritorio donde ella acababa de estar, se encontraba... ella misma. Rubia. Hermosa. Con los ojos abiertos de una alegría casi maniaca.

Dean Myers, en el cuerpo de Amy, se estiró, le crujieron los nudillos y bajó la mirada hacia su pecho con un silbido.

"Bueno, mírame", dijo con la voz suave y musical de Amy. "¿Acaso no soy una policía muy mona?"

Amy se aferró a los barrotes. "¡Devuélvemelo!"

Dean, en el cuerpo de Amy, hizo un puchero. "¿Devolverte qué, cariño?"

Soltó una risita. Una risita que Amy odiaba oír en la voz de alguien más. Dean se puso de pie, acariciando las curvas de su uniforme, probando cada paso bajo sus botas pulidas. Observó cómo se movían sus caderas, cómo se balanceaba su cabello. Luego la miró, a su antiguo cuerpo, que ahora albergaba el alma palpitante de Amy.

"Nadie te va a creer ahora", dijo con un guiño. "Pensarán que estoy teniendo una noche difícil".

Y dicho esto, salió de la habitación. Su cuerpo. Su voz. Su vida.

Y Amy Winters, la chica dorada de la comisaría, quedó atrás en la piel de una drogadicta tatuada, un destino sellado por un chasquido del universo.

El universo había sido cruel, y Dean Myers, en el cuerpo de Amy Winters, no iba a desperdiciarlo. La primera semana fue un sueño febril. Se miraba en cada espejo, se sentía a sí mismo en cada paso, explorando las curvas y la gracia que ahora poseía. La voz de Amy, suave y musical, era una herramienta de persuasión que le abría puertas. El uniforme, tan ajustado y pulcro, era una provocación constante. Disfrutaba de la mirada de los demás, el poder de su nueva belleza.

Sin embargo, los viejos hábitos son difíciles de romper. La disciplina de Amy, su decencia, su ética... todo eso se desvaneció bajo el peso de la naturaleza de Dean. Se ausentaba del trabajo, inventando excusas ridículas que, sorprendentemente, eran creídas por sus superiores, quienes veían en "Amy" un faro de rectitud. Pasaba sus días en bares de mala muerte, bebiendo y flirteando, y luego se emborrachaba y cometía actos menores de vandalismo. La falta de respeto y la agresividad que lo caracterizaban como Dean empezaron a manifestarse en el cuerpo de Amy, confundiendo a sus colegas, que no podían creer que su "chica de oro" se estuviera deshilachando de esa manera.

Al principio, era solo una actitud, pero pronto se convirtió en algo más. La necesidad de una nueva dosis, el impulso de una pelea, la adrenalina de un robo menor. Un día, robó la caja registradora de una tienda de conveniencia. Otro, se metió en una pelea de bar y usó la fuerza de su cuerpo para golpear a un hombre. La policía de la zona, al ver a "Amy Winters", no se lo podía creer. El departamento de policía, sin embargo, lo cubría. Pensaban que estaba pasando por un colapso nervioso, que la presión de ser la "chica de oro" era demasiado para ella.

Pero la farsa no podía durar para siempre. Una noche, Dean, en el cuerpo de Amy, fue sorprendido vendiendo drogas en una calle oscura, un hábito que había tenido como Dean Myers. La policía lo detuvo. Al ver el rostro de Amy Winters en la calle, el sargento a cargo no podía creer lo que veían sus ojos.

El Final de una Vida y el Principio de la Tragedia

Las noticias corrieron como la pólvora. En la portada del periódico local, la imagen de Amy Winters, hermosa y con el rostro manchado de lágrimas, era la principal. El titular decía: "De Policía a Reclusa: La Chica de Oro de la Comisaría Cae en la Oscuridad". La historia contaba cómo Amy, la prometedora agente, había sucumbido a las drogas y al crimen, traicionando a todos los que la amaban y creían en ella. Nadie entendía por qué había hecho esto, ni qué había pasado. Amy Winters, la chica que horneaba pasteles, ahora era una criminal, una drogadicta, una reclusa en una cárcel femenina. Y lo peor de todo, Dean Myers estaba encerrado en un cuerpo que no era el suyo, obligado a vivir con las consecuencias de una vida que le habían dado, no por elección, sino por un cruel golpe del destino.

Mientras tanto, en un rincón oscuro de la ciudad, en un callejón olvidado, la verdadera Amy Winters, en el cuerpo de Dean, había llegado al final de su camino. La desesperación había sido su única compañera desde el cambio. No podía hablar, no podía convencer a nadie. La repulsión por su nuevo cuerpo, la suciedad, los tatuajes, todo la había llevado a un estado de negación. Se negaba a comer, a beber, a vivir en la piel de un hombre que le había hecho tanto daño. Cada día, la luz en sus ojos se apagaba un poco más. La desnutrición, la falta de sueño y la sed la consumieron lentamente. Su cuerpo, el de Dean, era una cáscara vacía, un monumento a una vida que había sido injustamente arrebatada.

Una mañana, un vagabundo la encontró. La Amy que yacía en el callejón no era más que un eco de la chica dorada que una vez fue. Murió sola, en la piel de un hombre que le había quitado todo, sin que nadie en el mundo supiera la verdad de su terrible destino. Fue una muerte lenta, triste y silenciosa, una que contrastaba con el escándalo que su "alter ego" había causado. El mundo, sin saberlo, había perdido a su chica de oro dos veces, y el destino y el Gran Cambio había cobrado su cuota con un precio incalculable.

FIN
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