La Lección del Espejo: Un Día Inolvidable en los Pasillos de la CDMX
El sol de la Ciudad de México se colaba por los ventanales de nuestra escuela, prometiendo un día más, rutinario y lleno de las habituales burlas. Éramos la clase problema, al menos en lo que a convivencia se refería. Los chicos, con esa prepotencia juvenil que nos creíamos invencibles, no perdíamos oportunidad para reírnos de las chicas: de sus uniformes de falda, de sus "sensiblerías", de todo lo que nos parecía diferente y, por ende, gracioso. Nuestra maestra, Jimena, una mujer de mirada penetrante y paciencia infinita, nos había advertido mil veces, pero sus palabras parecían rebotar en nuestra burbuja de inconsciencia.
Aquel lunes, sin embargo, el aire se sentía diferente. La Maestra Jimena entró al salón con una sonrisa inusual, una que no llegaba a sus ojos pero que prometía algo grande, algo que jamás olvidaríamos. "Chicos y chicas," comenzó, su voz resonando con una calma que nos puso los pelos de punta, "hoy no tendremos clase de matemáticas. Hoy haremos un experimento social. Uno que, espero, cambie su perspectiva para siempre."
Un murmullo de emoción y confusión llenó el aula. ¿Experimento social? ¿Qué tontería se le habría ocurrido ahora? Pero antes de que pudiéramos formular la primera pregunta sarcástica, la Maestra Jimena sacó de un maletín una pequeña botella de cristal con un líquido verdoso que liberaba un vapor casi imperceptible. "No se preocupen, es inofensivo," dijo con una leve sonrisa. "Solo un pequeño catalizador."
Lo siguiente fue como un sueño extraño. El aire se volvió denso por un instante, y una sensación de hormigueo nos recorrió el cuerpo. Algunos tosimos, otros se frotaron los ojos. Cuando la niebla se disipó y pudimos vernos claramente, un grito ahogado se escapó de la garganta de uno de mis compañeros. Lo miré, y lo que vi me heló la sangre... era su rostro, el contorno de su cuerpo. Era él, sí, pero era una versión femenina de él mismo.
Mi corazón se disparó. Con un miedo repentino, bajé la mirada hacia mi propio cuerpo y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Mis manos, mis brazos... se veían más delgados, más delicados. Corrí al pequeño espejo que mi compañera Valeria usaba para retocarse. Lo que me devolvió el reflejo fue un impacto. ¡Era yo! Pero mi cabello era más largo, mi rostro más suave, mis facciones más finas. Tenía aun mi uniforme de chico, la camisa blanca y los pantalones grises, pero ahora colgaban extrañamente sobre mis nuevas curvas. Me había convertido en la versión femenina de mí mismo. Y no era el único. Mis compañeros masculinos se retorcían en sus asientos, viéndose en el cuerpo de una chica, pero con sus uniformes de chico. Y las chicas... oh, las chicas se veían en cuerpos masculinos, con sus faldas y blusas.
El caos se desató. Gritos, exclamaciones, risas nerviosas y alguna que otra lágrima. "¡Maestra Jimena! ¿Qué nos hizo?", exclamó una voz que reconocí como la de Mariana, pero que ahora sonaba grave y profunda.
La Maestra Jimena levantó una mano, silenciándonos. "Calma. Esto es temporal. Estarán así por el resto del horario escolar." La noticia cayó como un balde de agua fría. ¿Todo el día? ¿Con esto puesto? Nos miramos unos a otros, un mosaico de uniformes desajustados y cuerpos ajenos. "Y para recordar este día, este momento de comprensión," continuó ella, con una seriedad que nos obligó a escuchar, "nos tomaremos una foto. Chicos, ahora en cuerpos de chicas, pero con sus uniformes masculinos. Y chicas, en cuerpos de chicos, con sus faldas y blusas. Una imagen que hablará más que mil palabras."
El impacto de sus palabras nos golpeó con la fuerza de un rayo. De repente, la vergüenza, la confusión y un extraño atisbo de entendimiento comenzaron a mezclarse en el aire. La Maestra Jimena sacó su teléfono. Nos acomodamos, algunos riendo, otros visiblemente incómodos, pero todos obedeciendo.
La imagen que capturó ese día, la que ahora ves, es mucho más que una simple fotografía escolar. Es el testimonio mudo de una de las lecciones más profundas y transformadoras que jamás recibimos. Fue el día en que, por fin, comenzamos a entender lo que significaba estar en los zapatos (y el uniforme) del otro. El día en que el reflejo nos mostró la verdad de la empatía. Y el día en que, sin darnos cuenta, empezamos a escribir una nueva historia.
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