El viento se sentía distinto. O quizá era el cabello, esta cascada rubia y sedosa que ahora era mía, la que lo interpretaba de otra manera. Cada ráfaga era una caricia que me recordaba el éxito de mi plan. Una sonrisa torcida, pícara, se dibujó en un rostro que apenas ayer me gritaba desde el otro lado de la mesa. Era la sonrisa de Jean, sí, pero con todos mis secretos y mi triunfo detrás de ella.
«No tienes idea de lo fácil que lo tienes», le había dicho yo, Robert, mil veces. Él, que tenía que esforzarse el doble por la mitad del reconocimiento. Y ella, Jean, la princesa del cuento a la que el mundo le sonreía por defecto. La bruja a la que le compré la pócima solo se rio. «La verdad a veces necesita un cuerpo nuevo para ser vista», me dijo mientras envolvía el frasco en un paño viejo.
Y aquí estaba, caminando por la misma calle de siempre, pero sintiéndome el dueño del mundo. Los hombres me miraban, algunos con disimulo, otros con una descarada admiración. Las mujeres me sonreían con complicidad. El barista de la cafetería, ese que a mí apenas me dirigía un gruñido, insistió en que el café iba por cuenta de la casa. ¡Ja! Fácil se quedaba corto. Esto era vivir en modo de privilegio.
Un destello de mi antigua cara cruzó mi mente, la de ese tipo rubio de sonrisa simple. Pobre diablo. Me pregunté qué estaría haciendo Jean en mi cuerpo. Probablemente lidiando con mi jefe, intentando mover cajas pesadas en el almacén o simplemente frustrada porque nadie le regalaba un café. La idea me provocó una nueva oleada de satisfacción.
Esto era mucho más que un simple cambio. Era una lección. Aunque, para ser sincero, la lección la estaba aprendiendo ella. Yo solo estaba disfrutando de la victoria. Y apenas estoy comenzando a descubrir todo lo que se puede hacer con la vida de mi querida hermana.
Muy buena me gusto
ResponderBorrarGracias
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