El Despertar de Lucrecia: Un Anhelo Convertido en Belleza Inesperada
Luke. Cincuenta y ocho años de un existir desaliñado, envuelto en el aroma rancio de la soledad y el descuido. Su cuerpo, un mapa de hábitos sedentarios, se desbordaba por los bordes de la ropa barata, sacada de montones usados. La barba, una maraña indomable de canas y restos de comidas pasadas, ocultaba un rostro que pocas veces sonreía. No era un hombre malo, solo uno invisible, perdido en el eco de su propio abandono.
Pero incluso Luke, en sus noches solitarias, abrigaba un deseo secreto, una fantasía improbable que susurraba en lo más profundo de su ser. Anhelaba ser alguien a quien la gente mirara con agrado, alguien que inspirara sonrisas en lugar de miradas esquivas. Y en su mente simple, la solución era tan clara como el agua: "Si fuera una chica," pensaba con una punzada de melancolía, "ellas siempre huelen bien, se arreglan, les gusta a todo el mundo. Sí, ser una chica, esa sería la manera."
El Hada de las Bromas, siempre en busca de enredos y carcajadas, revoloteaba por el aire esa noche, buscando alguna miseria humana que transformar en una comedia. Pero al posarse cerca del modesto y descuidado departamento de Luke, algo en el aire la detuvo. No era la energía de una discusión o un resentimiento, sino una tristeza tan pura, tan desprovista de malicia, que el hada sintió una punzada inusual. Escuchó los susurros de Luke, sus anhelos de ser querido, de ser "agradable" a los ojos del mundo, y por primera vez en mucho tiempo, su instinto no fue el de la travesura, sino el de la compasión.
"Pobre hombre," pensó el hada, su corazón mágico ablandándose. "Nunca ha tenido suerte. Una pequeña alegría, eso es lo que necesita." Y con una sonrisa que no era de picardía, sino de una extraña ternura, batió sus alas, conjurando un hechizo que no era una broma, sino un regalo.
La siguiente mañana, el sol de la Ciudad de México se colaba por las ventanas, pero el departamento de Luke era diferente. El aire, antes denso y estancado, ahora olía a flores frescas y a limpio. El desorden habitual había desaparecido, reemplazado por una armonía inexplicable, una sutil femineidad que impregnaba cada rincón. Era como si el espacio mismo hubiera respirado hondo y se hubiera transformado.
Pero la mayor sorpresa esperaba a Luke al levantarse. Sus extremidades se sentían ligeras, esbeltas. Su cuerpo, acostumbrado al peso y a la lentitud, se movía con una gracia inusual. El vello corporal había desaparecido, la piel se sentía suave al tacto. Con el corazón martilleando en su pecho, se dirigió al espejo de cuerpo entero que antes apenas usaba.
Lo que vio allí le robó el aliento. Ya no era Luke. En su lugar, una mujer de cabello castaño brillante, ojos grandes y expresivos, y una figura esbelta y elegante lo observaba. Su piel era impecable, sus rasgos delicados, y una belleza que jamás habría imaginado, se reflejaba ante él. No había ni rastro de la desaliñada barba o la ropa harapienta. En cambio, vestía un camisón de seda que acentuaba sus nuevas curvas.
En la pequeña mesa de la sala, junto a un ramo de flores frescas que no recordaba haber comprado, había un bolso de mano. Lo abrió con manos temblorosas y sacó una cartera. Dentro, las identificaciones mostraban una foto que era exactamente la mujer que ahora veía en el espejo. El nombre lo dejó sin palabras: Lucrecia.
Era real. No era un sueño. Luke, el hombre invisible y solitario, había desaparecido. Y en su lugar, Lucrecia, una mujer hermosa, radiante y nueva, estaba a punto de comenzar una vida que nunca se atrevió a soñar. El espejo ya no le mostraba su viejo reflejo, sino la promesa de un futuro donde, quizás, por fin, sería alguien a quien la gente mirara con agrado. El hada, desde lejos, sonreía, sabiendo que a veces, la mejor broma es aquella que trae una alegría inesperada.
Final Malo:
Luke, un hombre de cincuenta y ocho años, con su barba desaliñada, su higiene cuestionable y el peso de una vida sin afecto, solo tenía un deseo: ser alguien "agradable" a la gente. En su mente simple, la solución era ser una mujer. "Ellas siempre huelen bien, se arreglan y les gustan a todo el mundo", pensaba con una melancolía que rara vez mostraba.
El Hada de las Bromas, conmovida por la miseria de Luke, decidió concederle un deseo de verdad, sin bromas. Con un toque mágico, Luke dejó de existir. Su departamento se transformó, y al despertar, se vio en el espejo. Ya no era Luke. Era Lucrecia, una mujer hermosa, esbelta, con un aura de inexplicable feminidad. Sus nuevas identificaciones confirmaban su nueva identidad.
Al principio, Lucrecia estaba eufórica. La atención que recibía era abrumadora. Las sonrisas, los halagos, las puertas que se abrían. Nunca había experimentado algo así. Aprendió a maquillarse, a vestirse elegantemente, a moverse con la gracia que su nuevo cuerpo le permitía. La vida era un constante desfile de admiración. Consiguió un trabajo donde su belleza era una ventaja, hizo "amigos" que se acercaban por su apariencia, y tuvo relaciones que, superficialmente, llenaban el vacío.
Pero la felicidad no duró. Lucrecia descubrió rápidamente que la belleza era una trampa dorada. La gente que le "gustaba" se preocupaba más por su aspecto exterior que por quién era ella realmente. Los hombres la veían como un trofeo, las mujeres con envidia o una amistad superficial. Las conversaciones giraban en torno a la moda, la dieta, el chisme. Se sentía vacía, atrapada en una imagen que no era ella, pero que el mundo exigía que fuera.
Extrañaba la simplicidad de su vida anterior, incluso con su desaliño. Extrañaba la autenticidad de no tener que fingir una sonrisa para agradar. Se dio cuenta de que su deseo de "gustar a la gente" se había cumplido, pero a costa de su propia identidad. La soledad, que antes era una carga física, ahora era un dolor más profundo, existencial. Había cambiado su cuerpo, pero no había aprendido a valorarse a sí mismo.
Luke, el hombre descuidado, había deseado ser amado por el mundo. Lucrecia, la mujer hermosa, era admirada, pero nunca verdaderamente vista. Se acostumbró a la superficialidad, a la desdicha de su éxito vacío. Vivió una vida aparentemente perfecta, pero con un alma que anhelaba una conexión real que su nueva apariencia nunca le trajo. La alegría inicial se desvaneció en una resignación elegante, una prisión de belleza de la que no podía escapar.
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