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domingo, 6 de julio de 2025

El Gran Cambio: La Danza Inacabada de los Cuerpos





 

El Gran Cambio: La Danza Inacabada de los Cuerpos

El mundo, hasta el martes pasado, era predecible. La gente nacía, crecía, vivía y moría en el mismo cuerpo que les fue asignado al nacer. Pero el martes, a las 14:17 horas, todo cambió.

Lo llamaron "El Gran Cambio". Un fenómeno inexplicable, quizás cósmico, quizás cuántico, quizás mágico. En una franja que abarcaba desde la Ciudad de México hasta el sur de Texas, la realidad se distorsionó. Millones de personas, de forma aleatoria, intercambiaron sus cuerpos. Hombres con mujeres, ancianos con jóvenes, ricos con pobres, padres con hijos. Pero, como una cruel ironía, la mayoría de los cambios fueron de género.

El Despertar de Sofía

Sofía, una abogada de 45 años, despertó en el cuerpo de un adolescente de 17 años llamado Daniel. Su elegante traje de sastre había desaparecido, reemplazado por unos jeans rotos y una camiseta de una banda de rock. Su reflejo en el espejo era el de un chico flacucho, con acné incipiente y una mirada de pánico que no era la suya.

Daniel, por su parte, se encontró en el cuerpo de Sofía. Sus manos, acostumbradas a la guitarra, eran ahora suaves y con uñas perfectamente cuidadas. Su voz, grave y quebrada, era ahora la de una mujer adulta, con una autoridad que nunca había tenido.

La Nueva Realidad

El caos se apoderó de la región afectada. Las calles se llenaron de gente confundida, llorando, gritando. Familias enteras se desmoronaron. La sociedad, construida sobre roles de género y expectativas, se tambaleó.

Sofía, ahora Daniel, intentó volver a su vida. Pero su despacho de abogados la rechazó. "¿Un adolescente dirigiendo una firma legal?", se burlaron. Intentó contactar a su esposo, pero él la miraba con desconfianza, como si fuera un extraño.

Daniel, ahora Sofía, intentó volver al instituto. Sus amigos lo miraban con una mezcla de fascinación y repulsión. Sus padres, al principio incrédulos, terminaron por aceptar la "nueva" Sofía, aunque con una incomodidad palpable.

La Desdicha Cotidiana

Sofía (en el cuerpo de Daniel) se vio obligada a vivir una vida que no era la suya. Revivió la adolescencia, con sus inseguridades y sus hormonas descontroladas. El acné, la ropa que no le quedaba, las miradas de las chicas que la veían como un chico, la impotencia de no poder ejercer su profesión. Su mente adulta, atrapada en un cuerpo adolescente, se marchitó lentamente.

Daniel (en el cuerpo de Sofía) experimentó la vida de una mujer adulta, pero sin la preparación ni el deseo. El mundo la miraba diferente, la juzgaba diferente. El acoso, la discriminación, la constante necesidad de probar su valía. Sus intentos por recuperar su antigua vida fueron en vano. Su guitarra, su banda, sus sueños de rockstar se desvanecieron.

La Adaptación Amarga

Los meses se convirtieron en años. Sofía (ahora Daniel) se resignó a su destino. Aprendió a vivir como un adolescente, aunque su mente siguiera siendo la de una mujer de mediana edad. Consiguió un trabajo mal pagado, tuvo novias adolescentes, se emborrachó en fiestas. La abogada exitosa se desvaneció, reemplazada por un chico amargado y sin futuro.

Daniel (ahora Sofía) se adaptó a su nueva vida, pero con resentimiento. Aprendió a navegar por el mundo como una mujer, aunque nunca dejó de sentirse un hombre atrapado. Consiguió un trabajo de oficina, tuvo citas incómodas, fingió sonrisas. El rockstar en potencia se convirtió en una mujer frustrada y sin pasión.

Final: La Danza Inacabada

El Gran Cambio nunca se revirtió. La gente se acostumbró, a su manera, a sus nuevas vidas. Pero la cicatriz permaneció. Una generación entera marcada por la pérdida, la confusión y la desdicha.

Sofía y Daniel, ahora extraños en cuerpos ajenos, siguieron viviendo sus vidas rotas. La abogada se convirtió en un adolescente sin rumbo, el rockstar en una mujer sin sueños. Ambos, atrapados en una danza inacabada de cuerpos y destinos que nunca eligieron.

Y el mundo, alterado para siempre, siguió girando, ajeno a la tragedia silenciosa de millones de almas perdidas.

FIN

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sábado, 5 de julio de 2025

El Secreto de Dumbledore: El Alma que Presté

 



Capítulo 1: El Fin y el Nuevo Comienzo

La varita de tejo de Lord Voldemort silbó en el aire, liberando la Maldición Asesina que impactó directamente en Harry Potter. El joven cayó, su cuerpo inerte, en medio del caos humeante del Ministerio de Magia cuando buscaban a Sirius que pensaban estaba atrapado por Voldemort. Dumbledore, aunque un rival formidable, sucumbió finalmente ante la implacable crueldad de su antiguo alumno, y su luz se extinguió. Con el camino despejado y sus principales oponentes eliminados, Voldemort consolidó su poder. El mundo mágico se arrodilló, sumido en un silencio de terror que se extendió por años, una era oscura donde la esperanza parecía perdida.

Pero de las cenizas de la resistencia, Hermione Granger y Ron Weasley, con el corazón roto y la desesperación como único combustible, hicieron renacer al Ejército de Dumbledore. Una sombra de lo que fue la organización original, una chispa de esperanza en la noche más oscura. Se sucedieron años de lucha clandestina, de sacrificios inútiles, de pérdidas devastadoras que diezmaban sus filas. La magia se agotaba, y la sombra de Voldemort, con sus mortífagos cada vez más poderosos, parecía invencible.

Un día, la traición se materializó en sus propias filas. Un susurro, una mirada, y la ubicación de su último escondite fue revelada a los mortífagos. La batalla fue breve, brutal. Ron cayó luchando, su cuerpo cubierto de heridas, sus ojos fijos en Hermione hasta el último aliento. 

Hermione, fue capturada, y fue arrastrada a la plaza central, donde la multitud de magos aterrorizados observaba, impotente, su ejecución pública. La Maldición Asesina que el mismo Voldemort lanzó, la golpeó, un destello verde que lo consumió todo. Sintió el frío, la oscuridad, el fin.

Pero el fin no fue el fin.

No hubo tiempo, no hubo espacio, solo una sensación abrumadora de ser comprimida, arrastrada a través de un túnel de luz y sonido. Y luego, el llanto. El llanto de un bebé. El suyo propio. Abrió los ojos, aunque el mundo era aún una mancha borrosa, y lo supo. La conciencia de Hermione Granger, con cada memoria, cada cicatriz, cada palabra de los libros que había devorado, estaba intacta. Estaba de vuelta. En el pasado.

Y no en cualquier pasado. El cuerpo que la contenía era pequeño, indefenso, pero un nombre, un nombre que resonó con el peso de la historia mágica, apareció en su mente: Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore. El propio Albus Dumbledore. El bebé en cuya piel acababa de reencarnar era el futuro director de Hogwarts, el mago que Voldemort asesinaría, el hombre cuya vida ella conocía ahora con una claridad espantosa.

Recordaba todo: la muerte de Harry, la caída de Dumbledore, la desesperada lucha del Ejército de Dumbledore, la traición, su propia ejecución. El futuro se presentaba ante ella como un mapa borroso, pero con los puntos clave marcados con sangre y pérdida. No era tan claro como le gustaría: las fechas exactas se mezclaban, los detalles menores se difuminaban. Pero creía que era lo suficiente para cambiar los resultados. Se lo prometió a sí misma, con la determinación férrea que siempre la había caracterizado: no le contaría esto a nadie. Nadie podía saberlo. Y solo trataría de cambiar lo necesario, lo mínimo indispensable, para vencer a Voldemort. La misión de su nueva vida había comenzado, disfrazada bajo los pañales de un bebé y el peso de un futuro que solo ella conocía.

Capítulo 2: Una Infancia Forzada y un Amor Prohibido

Los primeros años de Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore transcurrieron para Hermione en una lucha constante entre la mente adulta y el cuerpo infantil. Atrapada en el cuerpo diminuto y ajeno de un bebé, sentía el desgarro entre su mente adulta y las limitaciones de su nuevo envase. Cada logro infantil de Albus –el primer hechizo espontáneo, la primera palabra coherente, la primera vez que sus pequeños dedos se aferraron a una escoba de juguete– era para Hermione una humillación y una frustración. Su deseo férreo, la única brújula clara en su mente, era detener a Lord Voldemort, nada más. Eso era todo lo que importaba. Por eso, su memoria del futuro era quirúrgicamente precisa en todo lo relacionado con el ascenso y reinado del Señor Oscuro Voldemort, con las batallas clave y las muertes que sellaron su victoria. Pero extrañamente, peligrosamente, vaga en otros aspectos. Los nombres de figuras históricas como Grindelwald resonaban en su mente, sí, y conocía la trágica historia de Ariana, pero los detalles íntimos de sus vidas, los matices de sus relaciones personales, estaban velados. Esos eran incidentes "aparte" de su misión principal de vencer a Voldemort. Y lo más crucial, lo que la atormentaría más tarde, era una laguna devastadora: Hermione no recordaba que Tom Riddle era Voldemort. Recordaba al monstruo, sí, pero el niño y el joven detrás de la figura del Señor Tenebroso se habían borrado de su conocimiento explícito.

La tragedia familiar de los Dumbledore se desplegó ante Hermione con una dolorosa familiaridad, aunque con la distancia de saberse no del todo parte de ella. Revivió el dolor por su padre, Percival, encarcelado, la reclusión de Ariana por su inestable magia, la repentina y accidental muerte de Kendra por un estallido incontrolado de Ariana. Sintió la carga del resentimiento de Albus por su repentina responsabilidad como cabeza de familia. Era un Albus Dumbledore brillante, sin duda, un prodigio en Hogwarts, devorando libros y correspondencia, tal como la Hermione que fue. Era fácil, a veces, olvidar que su cuerpo era el de un chico. Porque, en esencia, Dumbledore no era gay; era una chica, Hermione, atrapada en el cuerpo de un hombre. Y esa era una verdad que, aunque subyacente, la hacía vulnerable de maneras que el Albus original nunca habría sido. Las hormonas masculinas de Albus la inundaban, provocando impulsos y atracciones que la confundían profundamente.

El verano de 1899 llegó, pesado con el luto y la carga familiar. Fue en este estado de frustración y ambición juvenil, en este cuerpo que comenzaba a sentir los impulsos de una juventud ajena, cuando Gellert Grindelwald apareció en Godric's Hollow. Hermione, desde la perspectiva de Albus, sintió la innegable e inmediata conexión, una chispa que la sorprendió por su intensidad. Grindelwald no solo era tan brillante como ella, sino que su carisma era embriagador. Sus ojos, llenos de un fuego oscuro y ambicioso, prometían un mundo más grande, una liberación de las cargas que Albus sentía. La idea de "El Bien Mayor", de la dominación mágica, sonaba seductora en su estado vulnerable y hasta pensó que lo podría convencer de unirse a su causa contra Voldemort.

Los días se convirtieron en semanas de un torbellino intelectual y emocional. Hablaban durante horas, sus mentes entrelazadas en debates sobre la magia, el poder, el destino de los magos. Grindelwald era magnético, un espejo de su propia inteligencia, pero con un filo peligroso que a la parte Hermione de su cerebro le gritaba "¡Peligro!". Sin embargo, la Hermione atrapada en el cuerpo de Albus, sintiendo las oleadas de atracción física que este cuerpo masculino experimentaba, se vio arrastrada. Las conversaciones se volvían más íntimas, las miradas más intensas. Los toques accidentales se prolongaban. Hermione, que en su vida anterior había sentido afecto por Ron pero no se había materializado nunca, por Harry, nunca había experimentado una atracción tan avasalladora aunque le gustaba pero... El cuerpo de Albus respondía a Grindelwald, y Hermione, para su sorpresa y horror, se encontró completamente enamorada.

Era un amor febril, apasionado, forjado en el crisol de ambiciones compartidas y una soledad profunda. Se enamoró de la mente de Grindelwald, de su visión audaz, de la forma en que la hacía sentir comprendida y poderosa. La ingenuidad de una joven, atrapada en un cuerpo que la traicionaba con impulsos ajenos, sucumbió por completo al carisma arrollador de ese mago tenebroso. Era un amor prohibido, un amor por un hombre que representaba todo lo que el mundo mágico acabaría temiendo. Y Hermione lo sintió en cada fibra de su ser: estaba segura de que amaba a Grindelwald.

Pero incluso en el ardor de ese amor, una línea invisible se mantenía, grabada a fuego en su alma: su deber. Los recuerdos de Voldemort, de Harry muerto, de Ron caído, de su propia ejecución pública, eran un ancla que la arrastraba de vuelta a su misión principal. Aunque su corazón latía por Gellert, sabía, con la fría lógica de Hermione Granger, que Grindelwald era una amenaza a largo plazo, un camino hacia el mismo tipo de tiranía que Voldemort encarnaría. Su amor era un peso abrumador, una tentación peligrosa, pero no podía permitirse que oscureciera su objetivo primordial.

Y entonces llegó el duelo. La explosión. La muerte de Ariana. El terror de Aberforth. El escape de Grindelwald.

En ese instante de dolor y caos, mientras el cuerpo de Albus se desplomaba y la culpa lo carcomía, la mente de Hermione sufrió una sacudida brutal. Como si un dique se hubiera roto, los recuerdos completos del futuro que antes le eran velados, los detalles íntimos de la relación de Albus Dumbledore y Grindelwald, se precipitaron sobre ella con una claridad dolorosa.

Recordó el libro, "La Vida y Mentiras de Albus Dumbledore", que Rita Skeeter había escrito mas de medio siglo en el futuro. Recordó las palabras, las insinuaciones sobre la relación de Dumbledore con Grindelwald, la especulación sobre su enamoramiento. Recordó la confirmación de Dumbledore mismo, décadas después, de que se había enamorado de Grindelwald y había sido cegado por esa ambición y afecto. El horror la golpeó con la fuerza de un rayo. Dumbledore no solo había sido un genio que cometió un error. Se había enamorado de un mago tenebroso. Y Hermione, atrapada en su cuerpo, en su juventud, acababa de hacer lo mismo, confirmando la historia, viviendo el dolor que ahora el mundo creería fue solo de Albus. Lo peor era que, una vez que la tragedia había ocurrido, una vez que ya no había vuelta atrás, Hermione, o más bien Dumbledore, recordaba cómo habían sido las cosas en su vida pasada, la vida del Albus original. El velo se había levantado, revelando una verdad que era a la vez personal y terriblemente profética.

Ahora, Albus Dumbledore no solo llevaría el peso de la muerte de Ariana y la ruptura con su hermano. Llevaría también el recuerdo del amor de Hermione Granger por Gellert Grindelwald, una traición a su propia identidad y a su misión. La complejidad de su nueva existencia se multiplicaba, y el camino hacia la derrota de Voldemort se había vuelto aún más enrevesado, marcado por un pasado que ahora era, dolorosamente, suyo.

Capítulo 3: Sombras del Futuro y Errores Repetidos 

Albus/Hermione, habitando el cuerpo y la mente del formidable director de Hogwarts, se esforzó por dirigir la escuela con la sabiduría y la previsión que su predecesor había demostrado. Sin embargo, su conocimiento del futuro, tan nítido en lo que respecta a la amenaza de Lord Voldemort, era un mapa con vastas regiones inexploradas en otros aspectos de la vida mágica. No sabía de cada invento, cada percance menor, cada tragedia que no condujera directamente a la ascensión del Señor Tenebroso. Por ello, y a pesar de su intelecto superior y su deseo de cambiar el destino, dejó pasar muchas cosas, permitiendo que ciertos eventos se desarrollaran tal y como lo habían hecho en la línea temporal original.

Fue esta laguna crucial en su memoria lo que la atormentaría más tarde. Cuando Tom Riddle, el estudiante brillante y perturbador, desató al Basilisco de la Cámara de los Secretos, Hermione (como Dumbledore) vio la oscuridad en el muchacho. Sospechaba de él, sí, con la misma perspicacia que el Dumbledore original. La presencia de Tom Riddle le sonaba profundamente familiar, un eco persistente en los recovecos de su mente, una alarma silenciosa que no lograba identificar. Sabía que ese nombre era importante, crucial, pero la conexión directa con el rostro desfigurado del Señor Oscuro, Lord Voldemort, no se concretaba. Era como tener la palabra en la punta de la lengua, pero sin poder pronunciarla. Por eso, y a pesar de su desconfianza, no pudo actuar con la contundencia necesaria para detenerlo de raíz. Así, el Albus Dumbledore que era Hermione no intervino de forma que pudiera salvar a Hagrid de la expulsión o liberar su nombre por completo, pues no tenía la evidencia irrefutable ni la convicción absoluta de que Riddle era el culpable final. La historia, en ese punto, se repitió, un doloroso recordatorio de su amnesia selectiva.

Cuando Tom Riddle desapareció del mundo mágico, sumergiéndose en las sombras tras terminar sus estudios en Hogwarts, Hermione (como Dumbledore) sintió un desasosiego creciente. El nombre de Riddle resonaba en su mente como una campana de advertencia, insistente pero incomprensible. Sabía que era importante, peligroso, pero la pieza clave, la conexión con el futuro tirano, simplemente no encajaba. La había dejado escapar. O más bien, la había dejado ir sin comprender la magnitud de la amenaza que representaba.

El tiempo se arrastró, y el mundo mágico encontró una paz tensa. Pero Hermione sabía que era una calma antes de la tormenta.

Y la tormenta llegó.
No con un estruendo, sino con un susurro, un miedo creciente que se extendía como una plaga. Los ataques comenzaron, primero aislados, luego con una brutalidad inconfundible. Familias de muggles masacradas, magos y brujas de sangre impura torturados, desapariciones inexplicables. Un nuevo nombre, temido y prohibido, comenzó a ser pronunciado en susurros: Lord Voldemort.
La primera vez que Albus Dumbledore escuchó ese nombre en su nuevo contexto de terror, fue como si una pared de su mente se derrumbara. El eco de "Lord Voldemort" resonó con la fuerza de un rayo, y de repente, con una claridad brutal y devastadora, la laguna se cerró. Las imágenes se precipitaron: el Harry Potter muerto, el Ron Weasley caído, su propia ejecución. Y la cara. La cara pálida, serpentina, sin nariz, del Señor Oscuro. Y luego, en una revelación horripilante, esa cara se superpuso a la del joven encantador y frío que había estado en su propio comedor de Hogwarts años atrás. Tom Riddle. Era él. Siempre fue él.
Un nudo de horror y arrepentimiento se formó en la garganta de Hermione. Cayó de rodillas en su despacho, el peso de la revelación aplastándola. ¿Cómo pudo haber sido tan ciega? ¿Cómo pudo su propio subconsciente haberle jugado una triquiñuela tan cruel? La obsesión por "Voldemort" había sido tan específica que había oscurecido el camino hacia su origen. Las oportunidades perdidas se agolpaban en su mente:
Quizá, si lo hubiera sabido, si hubiera conectado a Tom Riddle con el futuro Señor Oscuro, hubiera tratado de llevarlo por la senda del bien. Habría intentado desentrañar sus oscuros secretos antes, confrontar sus tendencias sociópatas con la empatía que ella, Hermione Granger, poseía.
Habría estado más con él, lo habría vigilado de cerca, intentado comprender sus motivaciones más profundas, buscar el punto de inflexión.
Habría intentado ayudarle con sus demonios internos, con la soledad y el resentimiento que percibió en el niño, pero cuya magnitud maligna nunca comprendió del todo. Habría buscado una forma de evitar la fragmentación de su alma.
Pero ya era demasiado tarde. La oportunidad de detener a Voldemort antes de que naciera, antes de que se convirtiera en la monstruosidad que recordaba, se había perdido irremediablemente. La semilla de la oscuridad había germinado, y ahora era un árbol frondoso de terror.
La guerra que había venido a prevenir estaba, de nuevo, sobre ellos, y Hermione, como Dumbledore, tendría que enfrentarla con las cicatrices de su propia ceguera y el conocimiento de un pasado que había vuelto a repetirse en los puntos más dolorosos. Su misión, ahora, era la misma, pero el camino se había vuelto infinitamente más amargo.
Fue en esta primera llegada de Lord Voldemort al poder, mientras el terror se extendía y las filas de los mortífagos se engrosaban, que Hermione/Dumbledore experimentó una segunda y más profunda revelación. No fue un flash, sino una comprensión gradual, una dolorosa decodificación de sus propios recuerdos fragmentados. Se dio cuenta de algo que hasta ese momento había ignorado por completo: lo que realmente recordaba del Señor Tenebroso, con claridad y detalle, era desde el momento en que Harry Potter, Ron Weasley y ella misma habían ingresado a Hogwarts. Y esto había sucedido justo después de que Voldemort asesinara a los padres de Harry.
Sus recuerdos del futuro, aunque siempre presentes, habían sido hasta ese momento nublados, imprecisos en los detalles cruciales de la primera guerra. Por eso no había podido detener a Voldemort en su primera ascensión al poder; siempre le había faltado la información precisa, la certeza de los "cómos" y los "cuándos" que precedieron a la era de Harry. Aquello era un pozo ciego en su mente, una barrera temporal infranqueable. Pero ahora ya era otra cosa. El velo se había disipado en lo que respecta a la segunda era de Voldemort. Tenía el mapa más claro, sabía con precisión casi absoluta todo lo que iba a pasar con Voldemort desde que el trío original ingresara a Hogwarts. Las tramas, los desafíos, las pistas para los Horrocruxes... todo estaba ahí, listo para ser utilizado.

Sin embargo, las lagunas persistían, y algunas de ellas eran importantes. Por ejemplo, por más que intentara, no recordaba cómo Alastor Moody fue sustituido por Barty Crouch Jr. en su cuarto año, ni los detalles exactos del ritual que llevaría al renacimiento físico de Voldemort en el cementerio. Pero sí sabía que ese renacimiento debía ocurrir, y, crucialmente, cómo y por qué debían buscarse los Horrocruxes. La estrategia de la guerra estaba en su mente, pero ciertos momentos clave en el camino se mantenían en la oscuridad.

Capítulo 4: Los Elegidos y la Felicidad Prohibida

La primera guerra concluyó con la aparente derrota de Lord Voldemort a manos de un bebé, Harry Potter. El mundo mágico respiró un suspiro de alivio, una paz que Hermione sabía era frágil y temporal. Albus Dumbledore, con la mente de Hermione guiándolo, dedicó los siguientes años a consolidar su posición en el mundo mágico, a observar, a preparar los cimientos para la inevitable segunda venida del Señor Oscuro. Su sabiduría y su poder crecieron, pero también lo hizo la soledad de su secreto.

Finalmente, llegó el año. El 1 de septiembre de 1991.

Albus Dumbledore se comportó con su habitual decoro y majestuosidad durante el banquete de bienvenida en el Gran Comedor de Hogwarts. Presidió la Mesa Alta, su mirada azul brillante escrutando a los nuevos estudiantes de primer año mientras el Sombrero Seleccionador hacía su trabajo. Con cada nombre leído, con cada niño que cruzaba el umbral del Gran Comedor, el corazón de Hermione, atrapado en el pecho de Dumbledore, latía con una expectación creciente, una mezcla de nerviosismo y una alegría casi insoportable.

Y entonces los vio.

"Potter, Harry", llamó la profesora McGonagall.

Un murmullo recorrió el Gran Comedor. El rostro del niño, con el cabello azabache y las gafas, y la cicatriz en forma de rayo. Su corazón se encogió al verlo tan pequeño, tan inocente, el niño que había muerto en sus brazos en otra vida.

"Weasley, Ronald."

El chico pelirrojo, pecoso, con una expresión de perpetua sorpresa. Ron. Su Ron. El amigo, el confidente, el valiente, el que había muerto por ella.

Y luego, su propio nombre en la boca de McGonagall, aunque en esta línea temporal se pronunciaría diferente: "Granger, Hermione."

La niña de cabello abundante y voz enérgica. Ella misma. Con la misma curiosidad insaciable, la misma necesidad de saber, la misma chispa de inteligencia.

El Albus Dumbledore que era Hermione mantuvo una fachada impecable durante todo el banquete, con una sonrisa serena y comentarios oportunos. Pero por dentro, un torbellino de emociones la asaltaba. La felicidad de verlos vivos, sanos, tan jóvenes e ignorantes del destino que les esperaba, era abrumadora. Las lágrimas picaron en sus ojos, pero se contuvo. No podía traicionar su secreto.

Más tarde esa noche, en la soledad de su despacho de director, detrás de la gárgola, Albus Dumbledore se permitió ser solo Hermione Granger de nuevo. Las pesadas puertas se cerraron, el silencio envolvió la estancia, y se desplomó en su silla, dejando que las lágrimas corrieran libremente por su rostro surcado por el tiempo. No eran lágrimas de tristeza, sino de un alivio y una felicidad tan intensos que dolían.

"Harry... Ron...", susurró, su voz ronca de emoción. Extendió una mano temblorosa, como si pudiera tocar sus fantasmas del futuro. Los había vuelto a ver. Estaban vivos. Esa era la oportunidad. Esa era la razón de todo.

Y luego, una sonrisa, una verdadera sonrisa de orgullo, se dibujó en sus labios. "Y tú, Hermione...", dijo, dirigiendo su mirada a su propio reflejo en una de las copas de su escritorio. "Mira lo que has hecho. Mira lo que vas a hacer." Denotaba un profundo orgullo de saber lo que ella, la Hermione Granger original, lograría en el futuro, los sacrificios que haría. Era una felicidad teñida de la melancolía de un pasado que no pudo cambiar por completo, pero cargada de la esperanza de un futuro que, ahora sí, tenía una oportunidad real de ser diferente.

 

Capítulo 5: El Ajedrez del Destino y una Muerte Inesperada

A partir de la llegada de Harry, Ron y Hermione a Hogwarts, las cosas comenzaron a suceder con una familiaridad inquietante, pero con sutiles, a veces imperceptibles, alteraciones. La línea del tiempo, esa compleja red de eventos y decisiones, ya no era la que Hermione recordaba con precisión milimétrica. Ella, en el cuerpo de Albus Dumbledore, jugaba un ajedrez mortal contra un futuro que conocía solo en fragmentos, pero con la determinación inquebrantable de una estratega nata.

Con sus recuerdos de la segunda guerra contra Voldemort ahora claros y definidos (desde la muerte de los Potter en adelante), Albus/Hermione guio al trío a través de sus años escolares. Sus "consejos" eran a menudo veladas sugerencias, pruebas aparentemente casuales, o la colocación de piezas clave en el lugar correcto en el momento preciso. Ella sabía de la Piedra Filosofal, del Basilisco, de los dementores y de Sirius Black, de la Copa de los Tres Magos y el regreso de Voldemort, de la Orden del Fénix y los Horrocruxes. Cada año escolar se convirtió en un campo de entrenamiento, una preparación metódica para la guerra que se avecinaba. Harry, Ron y ella misma (Hermione Granger, la niña), con la guía sutil de Dumbledore, se volvieron más fuertes, más sabios, más resilientes, listos para enfrentar lo inevitable.

La mente de Hermione, fusionada con la brillantez de Albus, era una fuerza imparable. Fue ella quien se aseguró de que Harry obtuviera la Capa de Invisibilidad a tiempo, quien sembró las dudas sobre Quirrell, quien facilitó la información crucial sobre los Horrocruxes sin revelar demasiado. No podía explicar cómo lo sabía, pero podía guiar. Y con su dirección, los eventos se desarrollaron de manera diferente: Harry, Ron y Hermione ganaron las batallas de sus primeros años con menos contratiempos, más cohesionados, más conscientes de los peligros que les acechaban. El destino se desviaba, poco a poco, de su curso original.

Sin embargo, a pesar de toda su previsión y su meticulosa planificación, Hermione se encontró con una verdad aterradora que había eludido su memoria fragmentada: su propia muerte no estaba en sus planes originales.

El Dumbledore original había muerto en el ministerio de magia, rescatando a Harry que engañado por Critcher iba a rescatar a Sirius. Este detalle crucial, esta fecha específica de su propia desaparición en la línea temporal que recordaba, era una laguna devastadora que solo se reveló dolorosamente a medida que el calendario de Hogwarts avanzaba hacia ese quinto año fatídico. Había planeado la caída de Voldemort, había orquestado el camino de Harry, pero nunca consideró la posibilidad de su propia muerte en esta nueva vida. La ironía era brutal: a pesar de más de cien años de existencia en el cuerpo de Albus, la muerte, el concepto de su propia mortalidad en esta era, siempre había parecido una posibilidad lejana, una meta a la que se dirigía el Albus original, no la Hermione que vivía, Por eso sabía que si jugaba bien sus cartas podría sobrevivir ese año y Salvar a Harry de una muerte inminente.

Una vez que este conocimiento se asentó, el pánico inicial de Hermione fue rápidamente reemplazado por la fría y calculada determinación que la caracterizaba. 

Como fue planeado, Harry instruyo a sus compañeros en la defensa y ataques mágicos, lo que logro que todos sobrevivieran, ahora el timón estaba en manos de Hermione, pues el Dumbledore original había muerto para esas fechas, pero no importaba, ya tenia suficiente información para lograr el éxito, pero.. algo salió Mal.

Una Maldición, buscando los Horrocruxes, se le había escapado un detalle, que era propenso a las Maldiciones, Snape le dijo que a lo sumo le quedaría un año de vida.

Si iba a morir, debía asegurarse de que su sacrificio no fuera en vano. Con más de un siglo de vida a sus espaldas, la muerte se había convertido en un pensamiento menos temible, una pieza más en el intrincado rompecabezas. Trató de dejar todo arreglado, de que su partida sirviera al propósito final de derrotar a Voldemort.

Fue entonces cuando planeó su muerte con Severus Snape, una danza macabra de confianza y engaño, asegurándose de que el Maestro de Pociones mantuviera su papel crucial como doble agente. Pero su genio estratégico fue más allá. Sabiendo la sed de Voldemort por la Varita de Saúco, planeó meticulosamente cómo esta caería en sus manos. Consciente del complejo truco de la lealtad de la varita, que reconocería como dueño a quien desarmara a su poseedor legítimo, manipuló los eventos para que Draco Malfoy fuera quien la desarmara indirectamente en la Torre de Astronomía, convirtiéndose así en su verdadero, aunque inconsciente, amo.

También orquestó que la Varita de Saúco no le sirviera a Voldemort plenamente. Aseguró que la Piedra de la Resurrección, una de las Reliquias de la Muerte, llegara a Harry en el momento justo, un elemento crucial para su sacrificio final y la eventual derrota de Voldemort. Todo fue planeado por Hermione, una mente brillante y decidida, ahora sin la ayuda de los conocimientos del Dumbledore original que habían muerto un año antes en su línea temporal. Cada detalle, cada giro, cada pieza del rompecabezas final, fue su propia creación, un legado que dejaría para asegurar que Harry, Ron y ella misma triunfaran donde ella, en otra vida, había fallado. El telón se alzaba para el acto final, y Albus Dumbledore, con el alma de Hermione Granger, se preparaba para su inminente y calculado final.

 Capítulo 6: El Sacrificio Final y el Legado de una Leona

Y así, en la cúspide de la Torre de Astronomía, bajo la luna de un sexto año escolar, la vida de Albus Dumbledore llegó a su fin. La Maldición Asesina de Severus Snape, ejecutada con la frialdad acordada, golpeó su pecho. El cuerpo de Dumbledore se precipitó al vacío, y con él, la segunda vida de Hermione Granger. No hubo dolor, solo una última exhalación, un suspiro de alivio teñido con la amargura de la despedida. Había planificado cada detalle, cada movimiento, cada sacrificio, para que el destino, esta vez, se inclinara hacia la luz. Su muerte no era un fracaso, sino el acto final de una estrategia maestra, el engranaje necesario para el triunfo que ella, desde su nueva existencia, solo podía vislumbrar.

Lo que sucedió después ya lo sabemos, pues está escrito en piedra, tanto en los anales del mundo mágico como en la memoria de innumerables lectores. La caída de Lord Voldemort, el triunfo del bien sobre el mal, la reconstrucción de un mundo que había sido desgarrado por la guerra. Las vidas felices de Harry Potter, casado con Ginny Weasley, y de Hermione Granger, unida en matrimonio a Ron Weasley, se desplegaron con la promesa de generaciones futuras y un futuro de paz.

Albus Dumbledore, el recipiente de Hermione, nunca se enteró de estos sucesos. Nunca supo de los besos, los hijos, las carreras exitosas de aquellos a quienes había guiado y salvado. Su sacrificio fue absoluto, desinteresado. El dolor de su soledad, la carga de sus recuerdos selectivos y el amor perdido por Grindelwald, todo se desvaneció con su último aliento, dejándole solo la certeza de haber completado su misión.

Pero estamos seguros de que la Hermione Granger de esta línea temporal, la chica de cabello abundante que entró a Hogwarts en 1991, lograría mucho. Con la sutil guía de Dumbledore/Hermione, creció más fuerte, más sabia, más preparada. Se convirtió en la brillante maga que estaba destinada a ser, superando sus propios límites. Ascendería a Ministra de Magia, una líder justa e inteligente, y sería una madre orgullosa, criando hijos con el mismo valor y bondad que ella había encarnado. Por eso, al final, aunque el nombre de Harry Potter resuene como el Salvador, nuestra verdadera protagonista, la mente detrás de la victoria, la que desafió el tiempo y el destino, debería ser Hermione Granger. Reconocemos todo su valor y entereza, y cómo, con una vida robada y un corazón dividido, ella salvó la vida de miles de magos y muggles.


‘‘EPÍLOGO: EL SECRETO DE LAS DOS HERMIONES’’ 

Años después de la guerra, la Ministra Hermione Granger ordenó renovar la habitación de quien fuera del director de Hogwarts y que se sello como homenaje a este Albus Dumbledore. Entre polvorientos tomos de alquimia, una caja de ébano llamó su atención. Dentro halló: 
1. ‘‘Un retrato inacabado de Dumbledore’’ donde sus ojos azules tenían destellos de ámbar (el color de ‘sus’ ojos originales). 
2. ‘‘Un ejemplar de "Historia de la Magia"‘‘ con anotaciones en los márgenes... en ‘su’ propia letra adolescente: ‘"Grindelwald era la llave, no la cerradura"‘ y ‘"Riddle es la sombra que olvidé nombrar"‘. 
3. ‘‘Una leona de plata’’ con una inscripción: ‘"Para la niña que leyó en la biblioteca mientras el mundo ardía. Gracias por prestarme tu alma. -H.J.G."‘ (Hermione Jean Granger). 
Hermione tocó la leona. De repente, ‘‘memorias ajenas’’ la inundaron: 
- ‘La ejecución en la plaza pública.’ 
- ‘La reencarnación como bebé Dumbledore.’ 
- ‘El amor prohibido por Grindelwald.’ 
- ‘El plan de un siglo para vencer a Voldemort.’ 
No eran sueños. Eran ‘‘demasiado vívidos, demasiado ‘suyos’’’. 
Miró su reflejo en la leona de plata y susurró: 
> ‘—Tú ganaste la guerra que yo perdí. Gracias... ‘hermana’ de alma.’ 
Nunca lo contó. Pero cada 1 de septiembre, dejaba dos flores en la tumba de Dumbledore: 
- ‘‘Una orquídea blanca’’ (por el mago que prestó su cuerpo). 
- ‘‘Un gladiolo púrpura’’ (por la bruja que vivió en él). 
Y en la placa del "Ala Dumbledore", solo ella sonreía al ver el ‘‘grabado oculto’’: 
‘Una leona sosteniendo una varita de saúco.’  


FIN

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viernes, 4 de julio de 2025

La Prisión de Piel: El Fracaso de la Empatía


 

La Prisión de Piel: El Fracaso de la Empatía

David era un adolescente típico: egoísta, impaciente y convencido de que su madre, Elena, vivía una vida de ocio y comodidad. La veía siempre ocupada con tareas del hogar, el trabajo, las preocupaciones, pero para él, eran "cosas de adultos" que no justificaban su constante cansancio o sus reclamos por "ayuda". "Ella solo se queja", pensaba David, "mi vida es la que es dura, con la escuela y mis videojuegos". Elena, por su parte, observaba con desilusión la indiferencia de su hijo. Soñaba con que él entendiera, aunque fuera por un instante, el peso invisible que ella cargaba.

Un día, la tensión en la casa era palpable. Elena, agotada, le pidió a David que hiciera algo simple, lavar los platos. David, en su habitual actitud, resopló y dijo: "¡Siempre soy yo! ¡Tú no haces nada! ¡Ojalá supieras lo que es ser yo!" Elena, con una mirada de profunda tristeza y desesperación, respondió: "¡Y tú ojalá supieras lo que es ser yo, David! ¡Quizás así aprenderías!"

Las palabras, cargadas de una intención inconsciente, fueron escuchadas. Una extraña energía vibró en el aire. Al día siguiente, la casa se despertó con un caos inaudito. David se encontró en el cuerpo de su madre, Elena. Elena, en el cuerpo de David.

David, al ver todo esto, siguiendo solo sus preocupaciones, y siendo muy egoísta le dice a su madre quien ahora esta en su cuerpo "TIENES QUE APRENDER A SER YO."

El primer día fue un desastre. David, en el cuerpo de Elena, intentó manejar las tareas del hogar, el estrés del trabajo de su madre, las llamadas de la escuela. La ropa se sentía extraña, los tacones eran imposibles. Cada músculo le dolía. Descubrió que la vida de Elena no era un paseo, sino una maratón sin fin de responsabilidades y preocupaciones. El agotamiento era físico y mental.

Elena, en el cuerpo de David, intentó ser su hijo. Jugó videojuegos, se quejó de las tareas, intentó la vida despreocupada que él llevaba. Pero el peso de sus propias responsabilidades, la preocupación por el dinero, por la casa, por su "nuevo" cuerpo de David, la abrumaban. No podía relajarse. Extrañaba su propio cuerpo, su autonomía.

Al intentar revertir el cambio, se dieron cuenta de que no podían. Ningún hechizo, ningún artefacto, nada funcionaba. Era una transformación permanente. El "Hada de las Bromas" que quizás orquestó esto no existía en su universo, ni había un objeto mágico. Simplemente, la realidad había cambiado. Sus identidades habían sido reescritas, y el mundo los aceptó como la nueva "Elena" y el nuevo "David".

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. La desdicha se instaló en ambos.

David, en el cuerpo de Elena, se resignó a una vida que no quería. La mujer que se suponía que era, la madre y esposa, era una prisión Ahora tenia que cumplir a su "marido" por las noches, cosa que nunca disfrutó, pero se estaba mentalizando a que el era Elena, pero.... Las responsabilidades lo asfixiaban. Los malestares físicos, la rutina agotadora, el simple hecho de ser visto y tratado como una mujer, algo que él, como adolescente, nunca había valorado ni entendido, lo consumían. No desarrolló empatía real, solo una profunda amargura. Se volvió una mujer funcional, pero vacía, viviendo una vida que le era ajena, con una creciente sensación de soledad. La lección de "ser su madre" no lo hizo madurar; solo lo quebró. Nunca aprendió a apreciar la complejidad de la vida de su madre, solo la sufrió.

Elena, en el cuerpo de David, también se hundió en la desdicha. Intentó ser un buen hijo, cumplir con sus tareas, interactuar con los amigos de David, pero su mente adulta no podía adaptarse a la vida de un adolescente. Se sentía atrapada, sin voz, sin poder sobre su propio destino. La vitalidad de su juventud se había ido, reemplazada por la apatía y el resentimiento. Vio a su propio hijo (en su cuerpo) marchitarse bajo las presiones, pero no podía ayudarlo, porque ella misma era prisionera. Solo quería saber si cuando fuera mayor... cuando fuera adulto podría sentirse un poco mejor.

Nunca hubo una reconciliación, ni una comprensión mutua verdadera. Solo una lenta y dolorosa adaptación. David se acostumbró a ser Elena, y Elena a ser David, cada uno prisionero en la piel del otro, sus vidas originales olvidadas, y la lección de la empatía, un fracaso rotundo y permanente. Sus almas, atrapadas en cuerpos equivocados, simplemente se marchitaron en la resignación.

FIN

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jueves, 3 de julio de 2025

La Broma del Hada: Un Deseo Demasiado Bien Concedido

 Esta historia se desarrola en el universo de "karakai jouzu no takagi san" o "Takagi san la reina de las bromas"


La Broma del Hada: Un Deseo Demasiado Bien Concedido

Nishikata lo sabía. Sentía esa punzada en el pecho, esa mezcla de fascinación y exasperación que solo una persona en el mundo podía provocarle: Takagi-san. Quería conocerla, sí, pero no de la forma en que los demás lo entendían. No se trataba de desenmascarar sus bromas o anticipar sus burlas; era un deseo más profundo, más íntimo. Quería desentrañar el misterio de esa sonrisa, de esos ojos que veían a través de él.

Un día, saliendo de la escuela bajo el sol de la tarde, Nishikata caminaba con sus amigos, Takao y Kimura. Sus risas y empujones lo rodeaban, mientras ellos, con la insolencia de la juventud, lo inquirían sin piedad sobre su "relación" con Takagi.

"¡Vamos, Nishikata! ¿Qué se traen tú y Takagi-san? ¡Cada día están más pegados!", soltó Takao con una sonrisa pícara.

Kimura, siempre más directo, añadió: "Sí, Nishikata, ¿ya la invitaste a salir? ¡O ella te invitó a ti!".

Nishikata, con el rostro enrojecido, se negaba a contar algo, desviando el tema con balbuceos y negaciones. Pero la verdad era que en lo más profundo de su ser, anhelaba saber más de ella, mucho más de lo que jamás admitiría en voz alta. Quería entenderla, descifrarla, ir más allá de la superficie de las bromas. Quería saber qué hacía en casa, cómo era su vida lejos de la escuela, cuáles eran sus verdaderos pensamientos.

Cuando se despidieron y él se dirigía a su casa por el sendero arbolado, un suspiro escapó de sus labios, más una súplica al universo que un pensamiento consciente. "¿Cómo me gustaría saber más de Takagi?", musitó al viento, sin saber que sus palabras, cargadas de un deseo genuino, habían llegado a oídos muy particulares.

Justo por ese lugar, revoloteando con la ligereza de una mariposa y una sonrisa traviesa que solo ella poseía, iba pasando el Hada de las Bromas. Conceder deseos era su pasatiempo, pero solo si la forma de concederlos era… divertida. Y la petición del muchacho de la frente ancha le pareció una idea ¡absolutamente deliciosa! "Este chico tiene potencial para el caos", pensó el Hada, y con un destello de magia que solo ella vio, tejió la manera más hilarante e inesperada de concederle su deseo.

En cuestión de segundos, el mundo de Nishikata se disolvió en un torbellino de colores y sensaciones. El sendero familiar, el olor a tierra mojada, el sonido de los pájaros… todo fue engullido por un vacío vertiginoso. Cuando el mareo cesó, se encontró en otro lugar, distinto al que estaba. La luz era más cálida, los techos más altos. Se hallaba en una casa que no conocía, una con un aire hogareño pero ajeno. El pánico comenzó a burbujear en su estómago. ¿Qué estaba pasando? ¿Era una broma de Takagi-san? ¡Esto era demasiado!

Desesperado, buscó una salida, una pista. Cuando de pronto, vio un espejo de cuerpo completo en una pared. Se acercó con lentitud, el corazón martilleándole en el pecho, y se vio en él. La sorpresa fue un puñetazo en el estómago, un shock tan inmenso que le robó el aliento. Él, Nishikata, el torpe y avergonzado Nishikata, tenía el cuerpo de una mujer adulta.

Pero lo más aterrador y desconcertante era su cara. Su rostro, con su característica frente y sus ojos redondos, era exactamente el mismo. Era su propia cabeza, asomando de un cuerpo completamente ajeno, con curvas inesperadas y una estatura mayor.

"¿Pero… por qué tenía el cuerpo de una… MILF?", pensó, la palabra resonando en su mente con un eco vergonzoso. "¿Era acaso un sueño? ¿Una pesadilla causada por alguna broma de Takagi?". Se pellizcó el brazo, el dolor fue real, agudo. No era un sueño.

Así que empezó a recorrer la casa, sus nuevas piernas femeninas moviéndose con una extraña soltura. La preocupación crecía con cada paso. ¿Dónde estaba? ¿Qué era este lugar? Y entonces, en la sala de estar, vio una mesa con varias fotos enmarcadas. Se acercó con el corazón en la garganta. Cual fue su sorpresa, y el golpe de realidad, cuando en una de ellas vio a Takagi-san. Ella, con su sonrisa tranquila, estaba de pie junto a una señora y un señor, que pensó que debían ser sus padres. El cuerpo de la señora en la foto era muy similar, inquietantemente similar, al que él tenía en ese momento. Una blusa elegante, un collar llamativo y unos aretes grandes adornaban a la mujer en la imagen, y Nishikata no pudo evitar notar que su nuevo cuerpo vestía prendas parecidas.



No sabía por qué, ni cómo, pero estaba en un gran lío. Un lío enorme. Un desastre de proporciones épicas. ¿Qué iba a pasar cuando llegara Takagi-san? Y sabía que no debería tardar mucho. ¿Qué le diría al ver que él, Nishikata, tenía el cuerpo de su madre? La vergüenza que sentía en su propio cuerpo era insoportable, pero esta… esta era una nueva dimensión de la humillación.

Entonces, la segunda parte del deseo de Nishikata, esa que el Hada de las Bromas había concebido con malicia brillante, se activó. De golpe, como si un dique se hubiera roto en su mente, le llegaron todos los recuerdos de ser la madre de Takagi-san. Cada momento compartido, cada conversación, cada preocupación, cada pequeño detalle de su vida cotidiana. Todo lo que había vivido con ella, desde su nacimiento, sus travesuras, sus alegrías y sus tristezas, ahora lo sabía. Sabía mucho más de ella de lo que jamás debería saber. Se sentía invadido, abrumado, una biblioteca entera de vivencias ajenas descargándose en su cerebro. Ahora, con esa información, no solo podía hacerse pasar por su madre, sino que era su madre, en esencia, a pesar de que su propia conciencia de Nishikata seguía presente. Pero eso no solucionaba lo de la cabeza, la incongruencia de su propio rostro en el cuerpo de una mujer adulta.

En ese preciso instante, la puerta principal se abrió y Takagi-san entró, su voz melodiosa resonando por la casa, tan despreocupada como siempre. "¡Buenas tardes, mamá, ya está la cena!", la saludó, como si nada fuera inusual.

A lo que Nishikata, con una naturalidad asombrosa nacida de los recuerdos implantados, contestó: "Ya casi está, hija, pero… ¿no notas algo extraño?". El corazón le latía con fuerza, esperando una reacción, un grito, una burla.

A lo que Takagi-san respondió con su habitual calma, inclinando la cabeza ligeramente: "No, ¿por qué? ¿Algo va mal?". Su mirada era inocente, desprovista de cualquier indicio de sorpresa o sospecha.

Nishikata, con una tranquilidad fingida que lo sorprendió a sí mismo, dijo que no, que nada iba mal, pero quería su opinión sobre algo trivial. Takagi-san, con su acostumbrada serenidad, dijo que iba a subir a cambiarse antes de la cena. Nishikata pensó que era extrañísimo, casi surrealista, que solo él viera su propia cabeza en el cuerpo de una mujer adulta, mientras que para el resto del mundo era la mismísima madre de Takagi-san. Suspiró, un leve alivio. No había que dar explicaciones. De momento.

Nishikata cenó con su ahora hija, su cerebro todavía procesando la avalancha de recuerdos. Pasó muy buen momento, aprendiendo más de ella en esa noche que en todo el año escolar juntos. Ella hablaba mucho de él, del verdadero Nishikata: "Nishikata hizo esto y aquello… le hice esta broma y cayó redondito… no pude verlo a la salida porque se fue con sus amigos". En cada mención de su propio nombre, Nishikata sentía una punzada de extrañeza. Y una pregunta ominosa comenzó a formarse en su mente: ¿Si él era la madre de Takagi-san, entonces dónde estaba la verdadera madre? ¿Y qué había pasado con su propio cuerpo? ¿Estaría la mamá de Takagi-san en su cuerpo de chico, pasando por sus propias desventuras?

Los problemas, sin embargo, llegaron con la hora de acostarse, y con la llegada del papá de Takagi-san. Él entró en casa, con la fatiga del día en sus hombros, y se acercó a su esposa (ahora Nishikata) para darle un beso. El contacto fue un choque eléctrico para Nishikata, que tuvo que aguantar la náusea, la verdad, quería vomitar. Le dio de cenar a su "marido" con manos temblorosas, mientras Takagi-san, ajena a la tensión, se fue a la cama. El papá se sentó a ver la televisión y, con una sonrisa relajada, dijo: "Querida, ven y siéntate junto a mí, ya sabes cómo me gusta tenerte junto a mí cuando estamos solos…".

Nishikata lo pensó mucho, un torbellino de pánico y vergüenza recorriéndolo. Pero con los recuerdos de la mamá de Takagi-san invadiéndolo, la memoria muscular de la esposa que era, no le quedó de otra. Se acercó al papá y se sentó junto a él. El papá la abrazó con naturalidad y le dio un beso en la mejilla, un beso que se sintió escalofriantemente real. "Mi amor", susurró el papá, con una voz cargada de anticipación, "el fin de semana nuestra hija sale de excursión, no estará por tres días. Días que aprovecharemos para estar solos, tú y yo…".

Esto le dio pánico a Nishikata. ¡Pánico absoluto! ¿Regresaría a la normalidad en esos tres días? ¿O los pasaría con el papá de Takagi-san, en el papel de su esposa? La idea lo heló hasta los huesos.



A la mañana siguiente, el baño fue un problema, una confrontación incómoda con su nueva realidad. Tuvo que verse desnuda frente al espejo, sus ojos (sus propios ojos) analizando con una mezcla de horror y curiosidad las curvas y formas de su cuerpo prestado. Aunque la tentación era abrumadora, se resistió a tocar, pensando que si lo hacía, ya no habría vuelta atrás. Luego, se dio cuenta de que no le costó nada vestirse, desde la ropa interior (que se sentía extraña pero familiar), una blusa que se ajustaba a su nuevo busto, pantalón y zapatos de tacón bajo. Se maquilló de acuerdo con sus recuerdos, con una destreza sorprendente. Se peinó, y decidió averiguar qué pasaba con su propio cuerpo. La sorpresa fue aún mayor: no pasaba nada. Su cuerpo, el de Nishikata, también estaba en casa, y se comportaba como siempre, como si él estuviera dentro. Parece que algo lo había dividido.

Entonces se acordó del deseo de conocer más a Takagi-san. De alguna manera, se le había concedido de la forma más literal y retorcida posible. Pero ahora no sabía si él era la mamá de Takagi-san con recuerdos de Nishikata, o si Nishikata tenía el cuerpo y los recuerdos de la Mamá de Takagi-san, pero su mente había sido… clonada, o dividida. La incertidumbre lo carcomía.

Miró los días en el calendario. Tres días. Se resignó a la idea de que seguramente no podría regresar a la normalidad. Tres días. Se resignó a pasar tres días como la esposa del papá de Takagi-san, una resignación que sabía a ceniza en su boca. Lo que no sabía, lo que el Hada de las Bromas había planeado, era que esos tres días serían solo el comienzo del verdadero tormento, una inmersión completa en una vida que nunca fue la suya, y de la cual no habría escapatoria. La broma apenas comenzaba.


La Broma del Hada: Un Deseo Demasiado Bien Concedido (El Vacío de una Vida Prestada)

El tic-tac del reloj en la cocina resonaba como los golpes de un martillo, cada segundo una sentencia. Nishikata, atrapado en la piel y los recuerdos de la madre de Takagi, sentía el peso de la resignación crecer en su pecho. Los tres días del viaje de Takagi-san, que antes se vislumbraban como una eternidad de vergüenza y pánico, ahora se extendían ante él como un abismo sin fin. Se resignó a pasar ese tiempo como la esposa del papá de Takagi-san, un pensamiento que le revolvía el estómago, pero que la marea de recuerdos de "esposa" hacía parecer inevitable.



La primera noche sin Takagi-san fue una tortura. El papá, despreocupado, se acercó a "su esposa" con la familiaridad de años, buscando la intimidad que Nishikata jamás había imaginado. Cada caricia, cada palabra cariñosa, era un golpe, cada penetración una tortura, y cada nueva posición algo que mejor querría olvidar. para la conciencia del joven atrapado. Tenía que fingir, responder con las frases adecuadas, mover su cuerpo con la familiaridad de la madre de Takagi fingiendo que le gustaba, haciendo ruidos y frases de mas, mas, pero mientras por dentro, la mente de Nishikata gritaba en silencio. La repulsión era un nudo en su garganta, la vergüenza, un rubor constante que nadie más veía. Durmió (o intentó dormir) al lado del papá, sintiendo la cercanía de un hombre al que conocía como "el padre de su amiga", no como su cónyuge.

Pero... Después de la intimidad, el ritual del baño fue una confrontación aún más íntima con su nueva y aterradora realidad. Se vio una vez más desnudo en el espejo, su propia cara asomando de un cuerpo con curvas aun desconocidas, un busto prominente y caderas más anchas. Sus ojos, los de Nishikata, recorrían con una mezcla de horror y una extraña curiosidad las formas que ahora le pertenecían. Después de la noche con "su esposo" Estaba todo pegajoso y el condón aun seguía en su vagina, era algo que nunca pensó, dándose cuenta que las mujeres después de hacer el amor no la tenían fácil, era algo muy espeluznante e incluso algo asqueroso.

Pero cuando Nishikata estaba solo, si se tocaba, y se masturbaba, era el unico placer que tenía siendo la madre de Takagi, la sexualidad femenina era muy placentera sin un hombre junto a el..  

Después, se dio cuenta que ya tenia aprendida la rutina, sus manos moviéndose con una memoria muscular ajena, seleccionando la ropa interior, la blusa que se ajustaba a su nuevo busto, un pantalón o falda, y zapatos cómodos o de tacón. Se maquilló de acuerdo con los recuerdos de la madre de Takagi, con una destreza sorprendente, peinándose el cabello castaño con una naturalidad escalofriante.

Una vez mas fue a su antigua casa para espiar al Nishikata que estaba ahí, y si... Su cuerpo de Nishikata también estaba en casa, y se comportaba como siempre. Su yo físico seguía su rutina escolar, asistiendo a clases, respondiendo a sus amigos, riéndose con Takagi-san y enojándose por sus bromas, completamente ajeno a la pesadilla que su "otro yo" estaba viviendo. Parecía que el Hada de las Bromas no solo había intercambiado cuerpos, sino que había dividido su esencia. Una parte de Nishikata estaba atrapada en el cuerpo de la madre, y otra parte, su cuerpo original, continuaba su vida, un autómata inconsciente, bajo el control de... ¿quién? ¿La verdadera madre de Takagi? ¿O simplemente un eco de su propia programación?

Nishikata, ahora en la piel de la madre de Takagi, se resignó a hacerse pasar como la esposa del papá de Takagi-san. Pero la resignación era solo la primera capa de su tormento. Cada día que pasaba, la conciencia de la madre de Takagi, sus hábitos, sus gestos, sus patrones de pensamiento, se arraigaban más profundamente en su ser. Él seguía siendo Nishikata por dentro, el joven de secundaria, con sus propios recuerdos y su propia vergüenza intacta. Pero por fuera, y cada vez más por instinto, era ella. Preparaba las comidas favoritas del papá, reía de sus chistes aburridos, se sentaba junto a él en el sofá con una familiaridad que le helaba la sangre, se dejaba abrazar y después ponía su cabeza de su marido en sus piernas. No era un disfraz; era una fusión forzada.

El verdadero dolor, sin embargo, no fue la incomodidad física o la vergüenza de su nueva vida doméstica. Fue la soledad. Nishikata estaba completamente solo en esa pesadilla. No podía hablar con nadie, no podía explicarle a Takagi-san lo que le había sucedido. Su propio cuerpo estaba ahí fuera, viviendo su vida normal, ajeno a su sufrimiento. Se había borrado del mapa para todos, excepto para sí mismo. Era un fantasma atrapado en el cuerpo de otra persona, condenado a vivir una vida ajena, con recuerdos ajenos, y a responder a un nombre que no era el suyo.

Los días pasaron. Takagi-san regresaba del colegio, y la casa volvia a llenarse de su risa y sus bromas. Nishikata, ahora como "su mamá", la observaba con una intensidad que nadie notaba. Conocía sus sueños más profundos, sus miedos secretos, sus pequeñas manías. Había accedido a su universo más íntimo. Pero el precio era que ya no podía ser él mismo para ella. Solo podía ser la figura materna, la confidente, la observadora silenciosa de la vida de la chica que tanto quería descifrar. Sin embargo eso le daba algo de felicidad a su pobre y oscura vida, llegaban momentos donde pensaba en que era su hija, y de pronto el golpe que realmente no lo era.

El tiempo se estiró en una existencia monótona y desesperante. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Nishikata, como la madre de Takagi, veía a su propio cuerpo (el "otro Nishikata") interactuar con Takagi-san en la escuela, notando cómo ella continuaba sus bromas, su cercanía, su misteriosa conexión. Había momentos en que el "otro Nishikata" parecía frustrado o avergonzado por las travesuras de Takagi, y el Nishikata atrapado en el cuerpo de la madre sentía una punzada de celos, de nostalgia por esa vida que le había sido arrebatada.

La ironía era una cadena alrededor de su cuello. Su deseo se había cumplido: ahora conocía a Takagi-san mejor que nadie. Conocía sus más íntimos secretos, sus pensamientos más recónditos. Era la persona más cercana a ella, su madre. Pero la había perdido para siempre como Nishikata, el compañero de clases, el blanco de sus bromas, el chico que la admiraba en secreto. La cercanía que había anhelado se había transformado en una distancia insuperable, una barrera de identidad y rol.


Epílogo: El Rostro de la Condena

Un año había pasado desde aquel fatídico día. Nishikata, o sea la madre de Takagi, se había acostumbrado a su nueva realidad, aunque la palabra "acostumbrarse" era un eufemismo cruel para el tormento silencioso que vivía. Se había convertido en la madre de Takagi-san, y la esposa de su padre, con una eficiencia casi mecánica. Su tormento no se había hecho menor; de hecho, se había intensificado. Pero ahora, su sufrimiento no era solo por su propia pérdida, sino por Takagi. Quería ser la mejor madre y la mejor esposa, quería que la vida de Takagi siguiera sin tropiezos, sin las sombras que ahora conocía. Se esforzaba en cada detalle, en cada comida, en cada conversación, para que la fachada de normalidad fuera perfecta.

Entonces, un día, el Hada de las Bromas volvió a pasar por ese lugar. Observó su creación. Una ceja se arqueó en su rostro etéreo. Su hechizo, aunque maravillosamente caótico, había salido con un pequeño "defecto": le había dejado la cabeza al chico. Una anomalía. Aunque nadie se había dado cuenta de la cabeza de Nishikata en el cuerpo de la madre, al Hada le gustaba la perfección en sus travesuras. Así que, como un favor especial, un capricho de su naturaleza caprichosa, y sin consultarlo, le puso la cabeza de la verdadera madre de Takagi-san. Pero nada más. Solo el rostro.

De pronto, Nishikata se dio cuenta de que algo había cambiado. La sensación de su propio rostro en el espejo fue reemplazada por una nueva. Se vio al espejo, y ahora su cara era idéntica a la de las fotos de la madre de Takagi-san, la misma que había visto el primer día. Era un cambio físico perfecto y ahora era muy parecida a Takagi, solo que adulta,  Pero nada más. Ni sus sentimientos, ni su locura, ni la profunda y solitaria agonía de su existencia habían cambiado. Seguía siendo Nishikata, el joven de secundaria, atrapado en un cuerpo que no era suyo, con una cara que tampoco lo era, viviendo una vida que le había sido impuesta. La broma del Hada era más cruel de lo que había imaginado: le había quitado su rostro, para que ni siquiera ese último vestigio de su identidad permaneciera.

Unos años después, bajo un cielo azul salpicado de nubes, Takagi-san y Nishikata (el otro) contraían nupcias. La "mamá de Takagi" lloraba a mares en la primera fila, un torrente incontrolable de lágrimas que nadie entendía del todo. Lloraba por tres razones, cada una un puñal en su corazón: su querida hija se casaba y encontraba la felicidad; se casaba con él, con el cuerpo que una vez fue suyo, con su propia "otra mitad", pero sin él, solo otra versión suya. Y la peor de todas, la más amarga, la que lo condenaría por el resto de sus días, era que, en lo más profundo de su ser, a pesar de todo, seguía odiando ser la madre de Takagi. Había vivido la vida de Takagi y ahora la había amado como hija, pero la envidia original, el resentimiento por la pérdida de su propia vida, nunca lo había abandonado. Era un odio que se mezclaba con el amor maternal, una tortura constante. Se había resignado. Esa sería su condena, su broma eterna. El resto de sus días, atrapado en ese cuerpo y esa vida ajena, conociendo a Takagi-san mejor que nadie, y sufriendo en silencio por cada momento que no era suyo.

FIN

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miércoles, 2 de julio de 2025

La Lección de Marina: El Precio de la Crueldad


 

La Lección de Marina: El Precio de la Crueldad

Mark vivía en un mundo hecho a su medida, un universo donde su voz era ley y las mujeres meros adornos, juguetes o estorbos. Era un hombre chauvinista hasta la médula, con una sonrisa burlona siempre lista para despreciar, un comentario despectivo para categorizar a cualquier fémina como un humano de segunda clase. Su pasatiempo favorito era humillar, su deporte, menospreciar. Él era el rey de su pequeña y misógina burbuja, intocable e incuestionable.

Hasta que un día, su arrogancia le jugó una mala pasada. El objetivo de su desprecio no fue una mujer cualquiera, sino Samantha, una anciana de ojos penetrantes y un aura extraña, a quien Mark había insultado públicamente por su vestimenta "ridícula" y su "sentido común de mujer". Él no lo sabía, pero Samantha no era una anciana inofensiva; era una bruja, y su paciencia había llegado a su límite.

Samantha no buscó la justicia, sino la lección más cruel. Con un chasquido de sus dedos y una mirada gélida, cambió la realidad. No solo a Mark, sino el mundo a su alrededor.

Mientras caminaba por el pasillo de la Universidad, se desmayo y cuando Mark despertó con una confusión que se transformó en horror. Su cuerpo era diferente: más ligero, más delgado, con curvas suaves y una longitud de cabello que le rozaba la espalda. Su voz era ahora aguda, melodiosa. Corrió al Baño y se miro en el espejo, y lo que vio lo hizo gritar. Ya no era Mark. Era Marina.

Su departamento era el mismo, pero los detalles habían cambiado. Las fotos en las paredes mostraban a Marina, sonriendo junto a chicas que Mark solo conocía de vista, pero a quienes "Marina" parecía considerar sus mejores amigas. En su bolso, las identificaciones rezaban: "Marina Durán". Su cuenta bancaria, su historial, sus recuerdos falsos, todo confirmaba la existencia de Marina.

Solo dos personas en el mundo sabían la verdad: la inalcanzable bruja Samantha, que había desaparecido sin dejar rastro, y Mark... atrapado en el cuerpo y la vida de Marina.

El terror se convirtió en una desesperación fría. Intentó explicarse a sus "nuevas" amigas, a sus padres, a cualquiera que lo escuchara. Solo obtuvo miradas de preocupación y sugerencias de ir a terapia por su "crisis de identidad". Mark, el hombre que no creía en las lágrimas, se encontró llorando con la facilidad de Marina, una vulnerabilidad que lo humillaba aún más.

La vida como Marina era un tormento. Los cumplidos de los hombres se sentían como una invasión. Las "atenciones" que antes despreciaba ahora lo asqueaban. Las conversaciones de mujeres, que antes ridiculizaba, le parecían superficiales y ajenas. Descubrió la constante presión por la apariencia, el miedo a caminar solo por la noche, la sutil pero omnipresente misoginia que él mismo había ayudado a perpetuar. Intentó rebelarse, vestir ropa masculina, actuar como "Mark", pero solo lograba desconcertar a quienes la rodeaban.

Su frustración lo llevó a la locura. Buscó a Samantha sin descanso, en cada rincón, en cada mercado, en cada leyenda, pero la bruja nunca apareció. Se dio cuenta de que no había forma de regresar. Estaba atrapado. Atrapado en el cuerpo de una mujer, condenado a vivir la vida que, en su ignorancia y desprecio, había creído inferior.

Con el tiempo, la furia de Mark se desvaneció, reemplazada por una resignación helada. Aprendió a sonreír, a maquillarse, a usar la ropa "femenina" que odiaba. Aprendió a navegar por un mundo que lo veía diferente. Dejó de buscar a Samantha, dejó de gritar por la injusticia. La persona que había sido Mark, el hombre cruel y seguro de sí mismo, se desdibujó, borrada por la nueva realidad.

Marina no aprendió la lección de la empatía. Solo aprendió a sobrevivir. Se adaptó, sí, pero no con sabiduría, sino con una cáscara vacía. Su desdicha no era ruidosa, sino silenciosa, una agonía interna que nadie, salvo ella (y la distante Samantha), podía percibir. Se convirtió en la mujer que el mundo esperaba que fuera, pero por dentro, la mente de Mark se pudría en una prisión de silencio y arrepentimiento, condenado a ser la "segunda clase" que tanto había despreciado. Una trampa de belleza que duraría para siempre.

FIN

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